Los del Cruz Azul, con el perdón de ustedes y de sus fidelísimos seguidores, me caían gordo. No les puedo explicar el por qué de parecida aversión de la misma manera como tampoco la antipatía que me sigue despertando el equipo de Coapa (más intensa todavía) tiene un mínimo fundamento científico.
Así es, creo yo, el tema de la afición a tal o cual camiseta deportiva: una cuestión totalmente subjetiva aunque, hay que decirlo, la adhesión a ciertos colores puede ser hereditaria, a saber, algo que te fue inoculado en el ambiente familiar – tú, sentadito a la mesa familiar, los domingos, escuchando la conversación de los mayores— o, ya habiendo pasado horas enteras en el diván de psicoanalista y habiendo tomado partido al cabo de años enteros, la expresión de una muy saludable rebeldía.
En lo que toca a los antedichos cementeros, la llegada de Martín Anselmi significó una auténtica transformación (así sea que el término haya perdido potencia, tan manoseado como está por quienes se arrogan, con la más descarada y arbitraria insolencia, la autoría de un glorioso episodio histórico).
El hombre ha logrado lo que muy pocos: edificar un ambiente solidario y de concordia entre los integrantes de grupos que suelen ser de muy difícil manejo. Poblados de “estrellas” y de sujetos infectados del más desaforado protagonismo, los vestuarios de los clubes futbolísticos son una auténtica olla de grillos –dicho coloquialmente—, una galería de vanidades y egos vociferantes necesitados de una voz que los lleve a saberse generosos colaboradores de un conjunto, no rentistas del más egoísta individualismo,
Me complace, de paso, reseñar que los referidos pupilos del señor Jardine no han podido responder al pretencioso mandato de ser campeones a perpetuidad, una exigencia formulada por dirigentes tan soberbios como ignorantes de las realidades de la vida.
En fin, los admirables cementeros ya no nos caen nada mal, ¿o sí?