El mundo ha cambiado desde los tiempos, ya lejanos, en que este escribidor habitaba países donde, con perdón, la gran mayoría de la gente no sólo ignoraba en qué punto del globo terráqueo se encuentra México sino que no podía importarle menos.
Son épocas pasadas, como digo, y doña Globalización no había todavía irrumpido en el escenario. Lo de la tal “aldea global” tampoco se había acuñado, creo recordar, sino que los pueblos eran, ahí sí, aldeanos en el más estricto sentido de la palabra, es decir, centrados en sí mismos, desentendidos de que en el planeta existen otras culturas, desconocedores por necesidad de esa cocina japonesa que ha invadido ahora todos los rincones de la Tierra, ignorantes de historias ajenas y, en esa condición, poco interesados en lo que pudiera ocurrir fuera de lo que llamamos la “metrópoli”, a saber, la nación imperial que, justamente por haber colonizado otros territorios, ha concentrado en su persona (ustedes perdonarán que me refiera como “persona” a parecida entidad, pero mi cabecita no encuentra el sinónimo adecuado) la atención —y, de pasada, el resentimiento— de los pueblos conquistados.
Les cuento: en Israel, donde estuve afincado cuatro años, una señora, al enterarse de mis orígenes aztecas, tuvo la curiosidad de que le confirmara que México era un “protectorado” de los Estados Unidos. Tiempo después, en Bélgica, un colega, de origen francés, se sorprendió de que le hiciera yo saber que en nuestro país hay fábricas y plantas industriales: nos imaginaba nada más productores de plátanos y frutos obligadamente tropicales. Más tarde todavía, en Barcelona, la mujer que me cortaba el pelo me preguntó, en pleno verano, si aquí se estaban sobrellevando las durezas del invierno. O sea, que estamos en otro hemisferio, de plano.
Hablando, justamente, de los españoles (catalanes y vascos incluidos, con el permiso de los nacionalistas a ultranza), suelen referirse despectivamente a los latinoamericanos enodosándoles el muy poco elegante adjetivo de “sudacas”. No me tocó a mí jamás sobrellevar parecida destemplanza así que no hube de aclarar que, en todo caso, sería yo un “nordaca”. Pero, qué caray, no hay casi manera de que un europeo, y no sólo los españoles, nos ubique en el subcontinente norteamericano (seríamos centroamericanos, en la visión de los más “enterados”), con o sin tratados comerciales de por medio.
Así las cosas, Helmut Marko, asesor en la escudería Red Bull de la F1, no hizo más que exhibir, primeramente, una ignorancia geográfica edificada sobre prejuicios muy arraigados en el Viejo Continente y, luego, al asociar el pelaje de “sudamericano” de Checo Pérez a sus irregulares desempeños, se metió hasta la cocina en el tema de descalificar a alguien meramente por sus orígenes.
Lo peliagudo del asunto es que dijo esas cosas en público en una época, la nuestra, en la que son cada vez menos admitidas las ofensas. Pero, también, va a tomar todavía mucho tiempo —más allá de los méritos que podamos hacer los mexicanos para ser reconocidos mundialmente, lo cual no es nada evidente— para que los prejuicios de toda esa gente se borren, de entrada, en sus ámbitos privados. Vamos a seguir siendo “sudamericanos” ineptos durante décadas enteras.