¿Hay una oscura conspiración? ¿Tuvo lugar una reunión cupular entre los amos del universo (Tom Wolfe dixit) y se decidieron ahí las cosas? ¿Se elaboró en algún momento un maquiavélico plan para sojuzgar a los ciudadanos y nulificar sus voluntades?
Estas interrogantes surgirían al ver que una nación está confrontando, justamente, la intervención de fuerzas extrañas para desestabilizarla y hacerla cambiar de rumbo. Pero en estas líneas no se trata de eso, sino de lo que pareciera otra maquinación –de alcances globales— para edificar sociedades de individuos aislados y solitarios.
El escenario de personas ensimismadas en las pantallas de sus artilugios electrónicos es ya parte de nuestro paisaje y nos hemos encontrado, muchos de nosotros, con una familia, sentada al lado en el restaurante, que no cruza palabra alguna, cada quien pulsando las teclas de su teléfono celular en estado de alerta permanente.
Hablar, conversar, intercambiar ideas, es algo consustancialmente saludable. Percibir al otro como una presencia real –con ideas y opiniones— y no como un emisario lejano que publica en Facebook las viandas que se embuchó en la taberna de moda o los presuntos logros de los que necesita alardear, es estar de verdad en el mundo, es vivir la vida y experimentar, de primera mano, la poderosa inmediatez de las cosas.
Lo otro, lo de interesarse en sucesos remotos que en realidad deberían de sernos perfectamente prescindibles en lo poco que afectan nuestro destino, es una realidad alterna transmitida simplemente por aparatos.
Nos facilitan, esos instrumentos, otra forma de inmediatez, mucho más pedestre y desechable: la de enterarnos al instante de toda suerte de acaecimientos, chismes, rumores e informaciones. Se cancela ahí, sin embargo, la esperanzadora –e intensa— vivencia de estar a la expectativa de algo, de esperar que lo deseado acontezca en un futuro no demasiado lejano pero lo suficientemente inalcanzable, por ahora, como para despertar en nosotros ilusiones y ensueños.
Buscamos, paradójicamente, esa gratificación instantánea sin saber que estar al acecho es también recorrer un camino y que esa travesía es, en sí misma, una gran experiencia.
Pero los artefactos a los que nos hemos aficionado son precisamente los que nos llevan a exigir caprichosamente que todo nos sea brindado sin el menor retraso ni dilación alguna. La divisa de los dispositivos es precisamente ésa, la de la rapidez, y cada vez que sale al mercado una nueva máquina se proclama que sus procesadores y microchips funcionan más velozmente.
Nos hemos vuelto, entonces, fanatizados consumidores de lo instantáneo y la fugaz gratificación que encontramos en ello nos ha llevado, a su vez, a convertirnos en auténticos adictos a los contenidos que nos ofrecen las pantallas.
El ruido, ensordecedor y embrutecedor, es parte de esta posible conspiración. Ya hablaremos de eso en el siguiente artículo.