Las promesas de los políticos tienen que transformarse en resultados, no quedarse nada más flotando en el aire. La falta de resultados, consecuentemente, es el componente que lleva a la alternancia en el poder: ¿no haces bien las cosas? pues, elijo a alguien más para que se encargue de la tarea, de la misma manera como cambio de marca cuando un producto no cumple con mis expectativas o si un proveedor me brinda un mal servicio.
¿Han advertido ustedes, justamente, el paralelo que existe entre el libre mercado y el juego democrático? Pareciera una vulgaridad, lo de equiparar una cosa con la otra, pero resulta muy sospechosa, al mismo tiempo, la propensión de los izquierdosos radicales a combatir a los empresarios y a la iniciativa privada: lo que pasa es que les mete mucho ruido que exista un modelo de competencia abierta porque su primer designio es no compartir el poder con nadie —o sea, cerrarles la puerta a todas las fuerzas opositoras y acabar con la pluralidad— y apropiarse del timón de mando para siempre. Por eso repudian el capitalismo, porque es una forma de libertad.
Y sí, es cierto que la despiadada explotación de los más débiles no es en manera alguna aceptable en una sociedad mínimamente generosa. Pero precisamente por eso es que el capitalismo necesita ser regulado, no sustituido de pies a cabeza por un sistema que pretende desconocer los más básicos impulsos humanos y, a punta de juicios moralizantes, imponer una dictadura en la que, al final, los jerarcas partidistas y los miembros del aparato gobernante serán todavía mucho peores —voraces, corruptos, crueles y despóticos— que aquellos capitalistas tan satanizados.
Ahora bien, la ambición capitalista puede conducir, paradójicamente, a la desdicha: una de las grandes trampas del llamado “sueño americano” es que incita en permanencia a conquistar el supremo éxito económico personal. Por si no fuera ya suficiente con tan morrocotuda empresa, la responsabilidad del logro se le endosa a la propia persona: se le hace creer, al emprendedor en ciernes, que el mundo es suyo, que está ahí, al alcance de sus fuerzas por poco se entregue en cuerpo y alma a la tarea. Pues no, miren, muy pocos lo logran: la competencia es brutal y las estadísticas muestran que muchos ricos son meramente hijos de ricos, que esa gente “hecha a sí misma” es más bien una excepción. Y así, obsesionados por el trabajo y sometidos a una agobiante presión, muchos estadunidenses no son particularmente felices. De ahí, tal vez y en parte, la sacralización de Trump como el gran salvador.
Al mismo tiempo, esa deslumbrante promesa, la de tener una vida mejor, atrae a millones de individuos de otras proveniencias. La posible infelicidad por ser parte de esa exigente maquinaria pasa a un segundo lugar al ser cotejada con la desgracia experimentada primeramente en el terruño. Los espejismos esclavizan, pero también cautivan…