Los sicarios que llegan a un lugar con el propósito deliberado de matar a otros seres humanos no merecen abrazo alguno. Necesitan ser neutralizados (es una manera educada de decirlo) por encima de todas las cosas.
El problema número uno de México es la mera existencia de parecidas personas, individuos antisociales que han traspasado el umbral de cualquier posible retorno o recuperación.
Este escribidor repite machaconamente las mismas frases de siempre porque nos enfrentamos, como sociedad, a la mismísima violencia de siempre: un país es la gente que lo habita y estas tierras están pobladas por miles y miles de sujetos peligrosos que ya están ahí, amenazando a la gente de bien, extorsionando a modestos comerciantes y productores de hortalizas, secuestrando a los mexicanos que trabajan honradamente, asesinando a quien se encuentran en el camino, torturando, cortando cabezas…
Es el terror, señoras y señores, ni más ni menos que eso.
Es la violencia, escalofriante y estremecedora, de los bárbaros.
Es la experiencia del infierno, en nuestra propia patria.
Es también la vergonzosa derrota del Estado, primerísimo responsable de garantizar la seguridad de los ciudadanos y devenido, aquí, en un simple espectador siendo que los criminales controlan ya… ¡la tercera parte del territorio nacional!
Tan inaudita realidad parece no preocuparles demasiado a los encargados, justamente, de que se ejerzan, de manera perfectamente legítima, los supremos poderes de la República. Les asusta a ellos el uso de la fuerza pero consienten, miren ustedes, la más despiadada brutalidad en los otros y que tengan lugar, todos los días, atrocidades que dejan el paisaje sembrado de cadáveres.
Temen ser tildados de “represores” si pasan a la acción y para no enfrentar a los más sanguinarios asesinos invocan un extrañísimo “humanismo”: una magnanimidad, qué caray, que no desplegaron durante la epidemia del coronavirus SARS-CoV-2, dejando a su suerte a miles de pequeños negocios y poniendo las acciones sanitarias en manos de un demagogo protagónico (300 mil muertes en exceso, en la cuenta del señor López-Gatell, a quien, por si fuera poco, acaban de premiar en vez de refundirlo en una cárcel); una benevolencia que premia a los delincuentes; una clemencia que mata, en lugar de salvar...