México es una nación provista de una colosal personalidad pero en el apartado de la historia patria las cosas son un tanto más turbias. No sólo hemos fabricado los mitos que necesita toda leyenda sino que glorificamos a personajes de muy dudosa catadura moral: el caso de Pancho Villa, comentado en estas páginas por Héctor Aguilar Camín a propósito de la aparición del libro del historiador Reidezel Mendoza, es sólo uno en la galería de asesinos, criminales y violentos sujetos que pueblan los anales registrados.
El propio cura Hidalgo consintió que se perpetraran masacres de civiles inocentes al punto de provocar el espanto de Ignacio Allende y de que las diferencias entre un militar de formación y un clérigo trasmutado en feroz insurgente terminaran por debilitar el mando de las fuerzas que se enfrentaban a las tropas realistas (hablando, una vez más, del pernicioso divisionismo que tanto ha marcado, justamente, los episodios de nuestra historia).
En lo que toca a Carranza, Zapata, Plutarco Elías Calles y otros próceres de la sacralizada Revolución mexicana, no eran precisamente unos apacibles demócratas: Zapata, al igual que Pascual Orozco, se rebeló contra Madero; Carranza mandó matar a Zapata y sus fuerzas fusilaron al general Felipe Ángeles; a Carranza lo mataron por órdenes de Calles; Álvaro Obregón y Calles planearon el asesinato de Villa y ordenaron el fusilamiento del general Francisco Serrano; las amenazas de Carranza llevaron al exilio a José Vasconcelos; y, bueno, después de parecidos estragos y ya en tiempos menos salvajes, Lázaro Cárdenas, ocupando la presidencia de la República al haber sido postulado por Calles, sacó de su casa a su benefactor, de madrugada, y lo puso en un avión del Ejército que lo llevó a los Estados Unidos. Ya no primaba el uso de asesinar, por fortuna, y el general, hay que decirlo, no comparte la catadura de sus antecesores.
El tema sustantivo es que la glorificación de esos héroes entraña la paralela supresión de sus crímenes en un muy extraño y dañino mecanismo negatorio: su brutalidad es descartada como algo secundario y lo único que pareciere importar es la ejemplaridad que pudieren irradiar en su condición de figuras históricas.
La construcción del olimpo mexicano desconoce entonces el valor supremo de la moralidad y nos coloca, a los ciudadanos de este país, en una circunstancia anormal en tanto que nos lleva a desentendernos –así fuere porque la enseñanza oficial y la propaganda omiten los detalles, digamos, incómodos— de un elemento absolutamente escalofriante, a saber, la crueldad humana.
Fueron gente de su tiempo, desde luego, como esos Padre Fundadores esclavistas que tan elevados principios formularon al instaurar la democracia en los Estados Unidos. Pero quemar a mujeres vivas, masacrar a niños por ser “gachupines”, ejecutar fríamente a prisioneros de guerra, violar a las pueblerinas al tomar una plaza y eliminar físicamente a los adversarios políticos eso es simplemente monstruoso y debería obligar a un reacomodo del supremo mausoleo histórico.
Aunque nos quedemos sin héroes. O, muy pocos...