La vida no es fácil en este país. Millones de mexicanos se enfrentan todos los días a la realidad de los bajos salarios, el desastroso transporte público, la violencia, la desigualdad y los malos servicios. Y, peor aún, en el horizonte de esa irrevocable fatalidad no parece dibujarse un futuro más esperanzador.
De ahí, de la dureza de una cotidianidad hecha de constantes adversidades, surge no sólo un natural resentimiento en las personas sino el impulso de culpar a un tercero, de responsabilizar a alguien más de los infortunios personales sobrellevados. El rencor social crece con la percepción de que no hay un orden justo de las cosas y se alimenta, a su vez, de la imposibilidad de disfrutar una existencia en la que un mínimo bienestar pudiere estar asegurado. El socialismo empobrece globalmente a los pueblos pero el modelo capitalista, por su parte, no ha logrado crear la suficiente riqueza para repartirla entre todos los sectores sociales, excepto en los países avanzados que han implementado políticas públicas sustentadas en los principios de la socialdemocracia.
En los individuos de esta nación, como en los de tantas otras, se advierte el perfil de una personalidad hecha de muy extrañas contradicciones: el mexicano parece resignarse a su suerte y da la impresión de que carece también de la combatividad del ciudadano exigente, del vecino cuyas demandas no pueden ser ignoradas por el gobernante de turno porque se derivan de la irrenunciable condición de persona con derechos legítimos. En el polo opuesto a este ciudadano moderno, beneficiario directo del proceso civilizatorio y del surgimiento de la democracia liberal, se encontraría el antiguo súbdito sojuzgado por el poder imperial y sometido a las arbitrarias imposiciones de la tiranía (los líderes con vocación autoritaria siguen aspirando, hasta el día de hoy, a restaurar esta lastimosa condición de servidumbre entre sus gobernados –a punta de promesas, dádivas, demagogias o, de plano, abiertas embestidas para desmontar el aparato democrático— y contar así con un pueblo dócil y amaestrado, dispuesto al avasallamiento).
Pues bien, la aparente resignación del mexicano se disipa, justamente, en el momento en que, alentado por las prácticas clientelares instauradas por el antiguo régimen priista, reclama prebendas, provechos y canonjías sin límite: plazas en automático, supresión de exámenes de ingreso, subsidios, etcétera, etcétera. Y ahí, a la hora de exigir, no duda en bloquear vías de ferrocarril durante semanas enteras, en cerrar autopistas, en destrozar monumentos y pintarrajear edificios históricos.
Uno pensaría que, llegada la 4T y, con ella, la suprema oportunidad del desquite y la revancha final, los agitadores estarían más tranquilos. Pues no, el rencor y el resentimiento siguen a todo vapor.
Román Revueltas Retes
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