La pregunta formulada con anterioridad: ¿tan mal están las cosas como para elegir a un extremista sectario en lugar de votar por un representante de la clase política de siempre? ¿Qué tan grandes son los niveles de insatisfacción ciudadana? Y ¿qué tan tentadoras o, de plano, irresistibles puede ser las promesas de los populistas?
Los propios analistas de las conductas sociales no encuentran una respuesta inmediata para esclarecer este fenómeno pero podríamos invocar una combinación de elementos que, al final, pudieren tal vez dilucidar el escenario del enojo colectivo. Las primeras reflexiones girarán en torno a las clases medias, en espera de adentrarnos en el universo de la pobreza.
Uno de los componentes de la ecuación sería la omnipresencia de un capitalismo que incita al constante consumo de productos inoculando, en los consumidores, deseos y anhelos terroríficos: el hombre contemporáneo es, en su mayoría, un individuo movido por imperiosas aspiraciones que, a su vez, rara vez pueden ser satisfechas en el mundo real porque una sustanciosa parte de la colectividad carece de los medios para agenciarse, digamos, el bolso lujoso o el teléfono celular de gama alta o las vacaciones en los fiordos de Escandinavia o el coche deportivo alemán.
Lo inalcanzable de estos bienes –o los correspondientes servicios— no los coloca, sin embargo, fuera de la esfera de lo codiciado sino que siguen estando en el horizonte de los deseos personales, de los logros a conseguir y, encima, de las adquisiciones que se pueden ostentar ante los demás porque vivimos, también, en la cultura de la apariencia, en un ecosistema donde la posesión material es más importante que las cualidades primigenias de la persona. Dicho de otra manera, se valora más el tener que el ser.
La gente no parece alarmarse del alto costo a pagar por habitar la aldea de la presunción siendo que a esa referida mayoría de habitantes se le dificulta, por si fuera poco, llegar meramente a fin de mes con unas finanzas medianamente saludables.
El tema podría circunscribirse a la simple circunstancia de no conseguir las cosas deseadas pero el sujeto insatisfecho se siente también objeto de un agravio mayor, a saber, que los adalides de la casta gobernante disfrutan, ellos sí, de clamorosos privilegios y muy jugosas mercedes, por no hablar del poder que ejercen sobre los demás. Y, de paso, la riqueza ajena también le mete ruido al antedicho agraviado porque no es asociada a un esfuerzo legítimo sino a la espuria asociación de los ricos con los poderosos.
Por ahí van, precisamente, las primeras denuncias que el caudillo salvador lanza en sus combativas proclamas: ese “sistema” debe ser eliminado para dar paso a un orden más justo. Ah, y encabezado por él mismo, desde luego. En sus discursos no especifica en momento alguno cuáles serán los pasos concretos a seguir sino que su materia prima está hecha de promesas y, sobre todo, de un componente vengador, para dar debida respuesta al resentimiento. En la próxima entrega hablaremos de los peligros que afronta, en parecido entorno, la democracia.