¿Quién sufre más, el pobre que sobrelleva las durezas impuestas por un régimen comunista o el pobre que afronta las inclemencias del capitalismo?
La pregunta es cardinal porque de la percepción que se pueda tener de cada circunstancia se deriva la correspondiente postura política y la paralela adhesión a una ideología particular.
En uno y otro caso estamos hablando de la desolación humana y de un fenómeno social tan nefando como innegable, más allá de los sentimientos que pueda despertar el hecho mismo de que la miseria de millones de congéneres nuestros siga siendo parte del mundo real.
En su momento, el advenimiento de la doctrina comunista introdujo un componente justiciero en el paisaje de las sociedades capitalistas: la explotación del hombre por el hombre era fundamentalmente indebida e inmoral. Fue también señalado un gran culpable de las cosas, el “burgués implacable y cruel” que se enriquecía gracias al trabajo de los demás, beneficiándose codiciosamente del esfuerzo ajeno.
Y sí, basta leer las novelas de Charles Dickens o recorrer las páginas de Les Misérables del gran Victor Hugo para adentrarse en el escalofriante universo de la injusticia social y saber de las terribles condiciones de vida que soportaban los individuos más desfavorecidos, por no hablar de la vileza, ahí sí, de unos patrones cuya conciencia nunca pareció perturbada por el hecho de que los niños laboraran turnos de doce horas, cobrando una miseria.
La Revolución Industrial británica se sustentó en buena parte en el trabajo infantil —estamos hablando de una monstruosa opresión— y es perfectamente entendible que se hayan levantado muchas voces no sólo para denunciar la enormidad de la injusticia sino que surgieran también movimientos sociales para cambiar tan inclemente realidad.
En fin, el gran tema sería, luego de constatar que el mundo ya no es el mismo —hay sindicatos, leyes que garantizan derechos laborales y empresarios obligados a atemperar su rapacidad, entre tantas otras transformaciones—, evaluar formalmente las conquistas sociales, en términos del bienestar concreto de los ciudadanos, logradas en las naciones donde se han instaurado regímenes comunistas.
Sabemos, por lo pronto, del estrepitoso fracaso de la Unión Soviética y sus satélites. Pero el asunto no es solamente el quebranto económico. La cuestión medular es el establecimiento de una feroz dictadura y el exterminio de millones de seres humanos.
Hasta ahora, el comunismo —no sólo en su arquetipo primigenio sino en sus versiones tropicales— ha sido declaradamente antidemocrático, por no decir totalitario y cruel. Y precisamente ahí está la cuestión, miren ustedes, porque es también desaforadamente empobrecedor.
O sea, hay menos pobres en los países capitalistas regidos por la democracia liberal. Y, encima, esos pobres son… más libres, a pesar de todos los pesares. Pero, bueno, nuestra querencia es con Cuba (y la Venezuela de Maduro, de aderezo). Que alguien nos lo explique...