¿Van bien las cosas, aquí y ahora? No. Pero la retórica del oficialismo pretende transmitirnos un escenario diferente, hecho de benignidades, cumplimientos y garantías: una excelsa transformación de la vida nacional edificada en torno al “pueblo”, primerísimo y exclusivo destinatario de la gloriosa gesta que han emprendido los adalides del régimen morenista.
Miras un poco a tu alrededor y el panorama no corresponde en lo absoluto a la idílica utopía que tanto propalan en sus ardientes arengas. Pero, por poco que intentes señalarles que su cacareado bienestar no te lo encuentras a la vuelta de la esquina, te responden como broncos pandilleros, recurriendo a un repertorio de injurias que no por repetitivo deja de ser desaforadamente afrentoso.
El objetivo era precisamente ese, ya lo sabemos: dividir primeramente a los mexicanos en dos bandos irreconciliables, calificando de enemigos –o, de plano, traidores—, a quienes no profesaran fervorosamente el imperioso evangelio de la 4T. Una vez consumada la faena y detectados los contrarios, consolidar la supremacía del régimen reduciendo a esos opositores a una condición de marginados, merecedores de todos los escarnios y, llegado el momento de dar el golpe definitivo en la mesa, amedrentarlos a punta de amenazas y, ya en los hechos, privarlos arbitrariamente de la representación que les tocaba en el Congreso: 46 puntos porcentuales, obtenidos en las urnas, reducidos mañosamente a 23, sirviéndose de descaradas y aviesas artimañas.
El tema, con todo, no es la calculada fabricación de un mundo que no existe sino la negación misma de la realidad –la de la persistente pobreza, el catastrófico derrumbe del sistema de salud y la escalofriante violencia que sobrellevamos— y ahí es donde podemos preguntarnos cómo es que los mismísimos damnificados, las personas que padecen en carne propia las consecuencias de las desastrosas políticas públicas que ha implementado la maquinaria gubernamental, no sólo se resisten a llamar las cosas por su nombre sino que en momento alguno parecen siquiera pasar factura a los responsables.
Ahí está el tal López-Gatell, para mayores señas: desestimó la evidencia de una mortífera epidemia prefiriendo, antes que nada, acreditar su militancia y su incondicional adhesión a la cofradía política gobernante, por no hablar de su incuria.
¿Resultado? El tercer país del mundo con más muertes, 800 mil. Pues bien, consignar meramente este dato no lleva a que los predicadores del credo populista admitan que algo no se hizo bien, por decirlo con cierta circunspección, sino que reaccionan de muy rabiosa manera, insultando al informante y, sobre todo, desviando las responsabilidades para culpar a unos terceros que hace buen tiempo que dejaron de ejercer el poder.
¿La gente carece ya de la más mínima capacidad de observación? ¿Las cifras no importan? Por lo pronto, a Gatell lo acaban de premiar. Ustedes dirán…