Llevando a cuestas el síndrome del pueblo conquistado, los mexicanos portamos consecuentemente un resentimiento primigenio atizado, encima, por las enseñanzas que digerimos tempranamente en la escuela: historias de niños que se lanzan al vacío envueltos en el lábaro patrio, de tlatoanis a los que el invasor español quema los pies, de desembarcos de soldadesca yanqui en Veracruz, de espurios emperadores austriacos y, en fin, de inmensos territorios arrebatados abusivamente a un país, el nuestro, que en sus momentos llegó a ser el segundo más extenso de todo el planeta.
A este cóctel de agravios podemos añadir el natural descontento con la propia existencia vivida. Millones de compatriotas se encuentran en un callejón sin salida, sin oportunidades a la vista y sin otro futuro, paradójicamente, que emigrar a unas tierras, las del norte, en las que se gana más dinero hasta el punto de que se puede enviar un sobrante, cada mes, para ayudar a los familiares que se han quedado en casa.
Esta suma de circunstancias conduce, a la vez, a un estado de consustancial desconfianza en el poder político —siendo, sobre todo, que sus filas están pobladas mayormente de oportunistas corrompidos— y a una desvaloración de las instituciones en tanto que representan a un “sistema” que no asegura bienestar alguno.
La opción que se aparece entonces en el horizonte es la de apoyar precisamente a quienes cuestionan el orden establecido. Sería, en los hechos, una forma de rebeldía, por no hablar de una gran reparación, y por eso es que el canto de sirenas de los líderes populistas encuentra tantas resonancias.
La izquierda latinoamericana, al rentabilizar calculadamente el victimismo de todo un subcontinente, se trasmuta en una alternativa para salir del estado de cosas dominante pero sus posturas, cuando toma las riendas del poder, no suelen ser la de un componedor sensato que llega a arreglar simplemente lo que está mal sino la de un presunto justiciero, destructor y vengativo, que arriba para dejar bien claro quién es el que manda ahora.
Y, en tal proceso de demolición, el hermanamiento con los regímenes dictatoriales de otras naciones es meramente parte de la ecuación. ¿Cuba, Venezuela, Nicaragua o Rusia? Están contra el “Imperio”. O sea, que son los primerísimos socios.