Hay mucha gente descontenta, en todos lados. Por eso es que el populismo se expande en el mundo: rentabiliza la insatisfacción, prometiendo soluciones fáciles a los muy complejos problemas de siempre pero, sobre todo, asegurando una merecida reparación, a saber, el gran desquite, la agridulce revancha que por fin llegará.
Vale la pena reflexionar, sin embargo, sobre el perfil del individuo descontento en una sociedad reposadamente democrática: esa persona se la pasará refunfuñando sentada a la mesa del comedor y encontrará también desahogo con los compañeros de trabajo a la hora del café. Llegadas las elecciones irá a votar, en todo caso, por el partido opositor de turno o, ya en plan de total dejadez, se abstendrá recurriendo a la socorrida fórmula de que “todos son iguales”. Seguirá disfrutando, eso sí, de la rutina garantizada por el tedioso orden democrático: una vida sin mayores sobresaltos ni conmociones.
Pues bien, el súbdito del mandamás que regenta una maquinaria de corte autoritario no puede ejercer sus facultades ciudadanas con parecida soltura. Para empezar, no cuenta con la certeza de que su voto sea respetado (miren ustedes lo que está aconteciendo ahora mismo en la Venezuela bolivariana, amables lectores) o el aparato del oficialismo es tan avasallador que ha logrado no sólo acallar las voces de la oposición sino instaurar, en los hechos, un régimen de partido único.
¿Qué puede hacer ahí el ciudadano inconforme? ¿Qué canales existen para expresar su insatisfacción con el manejo de la cosa pública? ¿Qué herramientas tiene en sus manos para cambiar la realidad o, dicho más claramente, para echar a la calle a los actuales gobernantes y poner a los del otro bando?
Sabemos de la suerte que les espera a quienes dan un paso al frente y asumen un liderazgo opositor en un régimen totalitario: Alexei Navalny organizó manifestaciones para protestar contra la corrupción de la casta gobernante en Rusia y terminó encarcelado en una prisión de Jarp, una remota aldea, cercana al círculo polar ártico, donde murió, a los 47 años de edad; centenares de activistas han sido detenidos en Venezuela por exigir que los resultados electorales sean validados por Nicolás Maduro y su camarilla; finalmente, jóvenes cubanos recibieron sentencias de hasta 15 años de encierro por haber participado en los actos de protesta antigubernamental que tuvieron lugar en 2022.
Ser opositor, bajo la férula del antiguo priismo, también te hacía merecedor de penas de prisión: ahí están Demetrio Vallejo, líder ferrocarrilero, y el mismísimo David Alfaro Siqueiros, por no hablar de los participantes en el movimiento de 1968.
Hoy, las voces contrarias son objeto de los más destemplados ataques oficialistas y, en ocasiones, la maquinaria judicial se pone también en marcha para dejar bien claro quién manda.
Muy bien, pero ¿qué es lo que sigue?