El Senado existe, entre tantas otras cosas, para que aquellos asuntos que tramiten a la ligera y sin rigor los representantes populares en la Cámara Baja sean debidamente analizados y discutidos.
Es la más alta instancia del Poder Legislativo. La etimología de la palabra remite al latín y ‘senator’ no significa, en esos orígenes, otra cosa que ‘viejo’ o ‘anciano’ aunque luego se haya referido al cargo que ocupaban los patricios del antiguo Imperio Romano para enmendar la plana a las disposiciones emitidas por el poder.
Estamos hablando de otras épocas, desde luego, en las cuales la sabiduría de los mayores era reconocida en lugar de que fueran ignorados, o de plano despreciados, como ocurre en estos tiempos modernos de avasalladora sacralización de la juventud.
En lo que toca al Senado de nuestra República — amenazado de aniquilación en tanto que los Poderes se moverán muy pronto al ritmo que dicte la batuta del Ejecutivo— es, justamente y a estas alturas todavía, uno de los entes del Estado que no responden perrunamente a los dictados del jefe máximo.
El tema, aquí y ahora, es la composición particular de ese cuerpo de presuntos sabios legislativos. La denostada oposición de este país cuenta con un número fatalmente estrecho de senadores para hacerle frente a la embestida del oficialismo en la cuestión de acabar con la soberanía del Poder Judicial. Estamos, entonces, en manos de 43 personas de carne y hueso para decidir los destinos de la nación entera.
El simple hecho de ejercer tan descomunal responsabilidad debería de significar, para ellos (y para ellas, como hay que escribir forzosamente para dar vida gramatical a las individuas de nuestra especie), un supremo instante personal, algo así como una decisión de vida.
Pero, ya lo sabemos, para muchos sujetos lo trascendente no importa: su lugar en la Historia los tiene absolutamente sin cuidado y, sobre todo, el calibre de sus muy particulares provechos es tan determinante — seguir disfrutando de sus bienes mal habidos o borrar de los registros públicos las propiedades traspasadas a la parentela— que, a la hora de decidir entre la salvación de nuestra patria o sumarse a la caterva de destructores, decidirán aviesamente olvidarse de los intereses superiores de la nación y vivir el resto de sus existencias en una artificial comodidad (suponiendo que tengan algo de mala conciencia).
Por ahí va la cosa, en estos momentos.