Nos hemos ganado, al parecer, el repudio de los conservadores canadienses. Se suman a las vociferantes hordas antimexicanas que nos rechazan también en el vecino país del norte.
Y todo, por abrirle a medias la puerta a China, una nación pujante que no pretende otra cosa que convertirse en la primerísima potencia económica de este planeta.
Ya se adueñaron, esos chinos hacendosos, de todo el África subsahariana, invirtiendo colosales cantidades de dinero fresco y prestando recursos con singular alegría. No sabemos si el negocio les será enteramente rentable a final de cuentas porque llegará el momento en que los gobiernos locales tendrán que reembolsar las deudas contraídas pero está muy clara la intención de los orientales: quieren ocupar los espacios que dejaron los antiguos colonizadores.
Los chinos también han puesto un pie en nuestro subcontinente, construyendo infraestructuras y desarrollando grandes proyectos. Tan convincentes son a la hora de llegar con la cartera repleta de yuanes reconvertidos en dólares, que inclusive el explosivo Javier Milei ya se ablandó, tras haber declarado en su momento que no iba a tener tratos “con ningún comunista”, y ahora dice que China “es un socio comercial muy interesante; no exige nada, lo único que piden es que no los molesten”.
Pero, miren ustedes, las opciones de México no son tan claras. No somos nada independientes desde el punto de vista comercial sino que nuestro principal comprador es ni más ni menos que el país más poderoso de la galaxia, a estas alturas todavía, muy pendiente de sus intereses estratégicos y muy decidido, en espera de que los astros del firmamento decidan otra cosa, a seguir siendo el Number One del vecindario.
Hemos reclamado, desde siempre, nuestra pertenencia geográfica a América del Norte —a este escribidor le ha exasperado grandemente que los franceses con los que llegó a departir en ciertas ocasiones colocaran a Estados Unidos Mexicanos en Centroamérica (y, también, residiendo durante algún tiempo en el Reino de España, que le preguntaran si acontecía aquí el invierno durante el verano septentrional de allá, como si nos encontráramos de plano en otro hemisferio)— y esa airada demanda ha sido correspondida, a pesar de todos los pesares geopolíticos, con nuestra integración, justamente, a un bloque de tres naciones declaradamente norteamericanas.
El tema es que ser miembro de un club entraña compromisos, obligaciones y responsabilidades. Y ocurre, qué caray, que coquetear con China no figura en las reglas estipuladas por nuestros otros dos socios, así sea que una enorme cantidad de productos de marcas norteamericanas sean manufacturados en la nación asiática y que una empresa como General Motors, emblema de la industria automotriz de los Estados Unidos, comercialice un deportivo utilitario, con el sello de Buick, fabricado enteramente en Shanghái.
Ser parte de Norteamérica tiene beneficios. Pero, también costos.