Existe un México que funciona, y muy bien, como un país competitivo, moderno, emprendedor, próspero y organizado. Es el México exportador, productor de bienes de valor añadido, destinatario de colosales inversiones del exterior y receptor, en tanto que ha creado una admirable infraestructura turística, de millones de visitantes de todas las proveniencias.
Esa nación es tan real como el otro país, el del atraso, la pobreza, la anarquía, la violencia y, lo peor, la desesperanza porque, justamente, en el horizonte no se vislumbra una transformación profunda de las cosas.
Por el contrario, las apuestas de los gobernantes –su desentendimiento a la hora de ofrecer una educación de excelencia a los niños, su resistencia a enfrentar de verdad a las mafias o su complacencia ante los grupos de interés— significan una suerte de condena perpetua de desigualdad y subdesarrollo.
Mientras naciones como Corea del Sur han tomado el camino correcto y alcanzado así deslumbrantes resultados, México sigue empantanado en la rememoración de un pasado con el que no se puede reconciliar –a estas alturas, todavía— y en un oscuro rechazo a la modernidad en tanto que los representantes del progreso serían, para un pueblo adoctrinado en el rencor y la revancha, los directísimos emisarios de los antiguos conquistadores.
Pues, el desarrollo del sur del país no pasa por decretar arbitrariamente que las nuevas plantas armadoras de vehículos no se podrán ya instalar en Chihuahua, Nuevo León o Guanajuato pretextando que no hay agua suficiente en esas entidades federativas. Las zonas más atrasadas de África carecen de inversiones porque no cuentan con las condiciones necesarias –mano de obra calificada, buena infraestructura y seguridad jurídica— independientemente de que alguien haya decidido que en Canadá no se construya una gran siderúrgica o de que Bélgica no sea el mejor lugar por faltarle materias primas.
El primer paso para el desarrollo regional no es prohibir la creación de riqueza en otros territorio de la geografía nacional sino implementar, en las zonas más marginadas, un entorno atractivo para los inversores y propicio para el florecimiento de las empresas.
Por ahí va la tarea pero, miren ustedes, el proceso es mucho más complicado que decretar meramente interdicciones en tanto que implica resolver frontalmente problemas que resultan de la cultura corporativista promovida por el antiguo régimen del PRI y enfrentar, también de manera muy decidida, una muy perniciosa red de intereses creados.
Y no es tampoco una estrategia que vaya a ofrecer réditos inmediatos sino una empresa de largo plazo.
O sea, que el gran remedio, para el oficialismo, no será otro que seguir impidiendo inversiones en Nuevo León y en Sonora. ¿El resultado? Pues, nada para nadie: ni para los del norte ni para los del sur. Brillante manera de dispararse a los pies.