Agitarle a la gente el espantajo de que los Marines van a invadir el territorio patrio para exterminar a los sicarios de las bandas criminales es muy rentable para los intereses de la política local. Naturalmente, quienes primeramente propusieron que la incursión tuviera lugar fueron algunos congresistas estadounidenses en busca, también, de temas a los que se les puedan sacar réditos electorales: no hablaron de una intrusión propiamente dicha sino de que algunos cuerpos militares de nuestro vecino país colaboraran con las fuerzas mexicanas en el combate a los cárteles que trafican con las drogas; grupos que, en los hechos, se han apoderado de zonas enteras de México.
Pero, miren, una invasión como tal es absolutamente irrealizable y en momento alguno ha habido algún personaje público que planteara de manera seria tal posibilidad en los Estados Unidos. Así que, por favor, no comencemos a envolvernos en la bandera tricolor ni a vociferar bravamente en contra de ese enemigo que tan oportunamente se aparece para aportarle fuerzas al oficialismo: de hecho, el régimen de la 4T no ha hecho casi otra cosa que fabricar adversarios sembrando, de paso, un divisionismo tan pernicioso para la nación mexicana que tomará años enteros restaurar la unión que necesita la patria para edificar un mundo mejor y más justo para todos.
En la práctica, además, esa posible colaboración, aunque fuere consentida por el supremo Gobierno de Estados Unidos Mexicanos, no sólo necesitaría de que los estadounidenses invirtieran ingentes recursos sino que estaría condenada al fracaso por la simple razón de que las autoridades, aquí, han sido infiltradas hasta la médula por las mafias delincuenciales. Y eso, precisamente en las regiones donde debieran actuar las fuerzas militares y policiacas para acabar con tan deletérea plaga.
Los Estados fallidos son casi irrecuperables, como bien muestra la experiencia de las potencias occidentales que pretendieron instaurar, en su momento, regímenes democráticos en países como Libia, Iraq o Afganistán. Antes de que emprendieran una batalla tan improductiva, el brutal despotismo ejercido por sujetos de la calaña de Muamar el Gadafi o Saddam Hussein había sido, paradójicamente, un elemento aglutinador en sus respectivas sociedades. Pero, más allá de lo cuestionable que es la opción de la guerra como herramienta para intentar un cambio, si alguna enseñanza se pudiere derivar del fiasco intervencionista es que el proceso civilizatorio, una transformación social que implica de manera forzosa la construcción de instituciones sólidas, no se puede imponer artificialmente desde fuera.
El caso de México no alcanza en manera alguna las condiciones vividas en esos países –ni resuenan tampoco los tambores militares de extraños enemigos que quisieren arreglar las cosas a punta de cañonazos y bombardeos— pero la circunstancia de que una tercera parte del territorio nacional esté en manos de las organizaciones criminales es gravísima de todas formas. Y por ello mismo, ante la inacción y dejadez del Estado, es que se vislumbra en el horizonte la silueta de un invasor, así sea como una quimera para uso de políticos oportunistas.
La realidad del crimen devenido en un poder paralelo la seguiremos viviendo, con o sin amagos de intervención. Y, señoras y señores, ahí es donde está el verdadero problema.