A México no le termina de gustar Occidente. Tampoco le encanta la modernidad. Se solaza, eso sí, en la permanente evocación de un pasado mítico, local de necesidad y obligadamente autóctono. Una historia que sirve, a su vez, de pedestal a
una recia e innegociable mexicanidad.
No es un tema menor porque en estos momentos, justamente, la vocación del país entero se está poniendo a prueba: nuestros socios comerciales exigen que el Gobierno adopte una postura muy definida en lo referente a nuestra pertenencia al bloque económico que integramos con Estados Unidos y Canadá.
Les incomodan, a los otros dos miembros del T-MEC, los coqueteos de México con China y se sienten, además, directamente afectados por la irrupción, en sus mercados, de componentes chinos ensamblados en este país que, en su presunta condición de productos mexicanos, no estarían sujetos a los aranceles con los que ellos intentan proteger sus sectores industriales.
El trasnochado victimismo de nuestra gente, inculcado tempranamente en las escuelas y aderezado del correspondiente resentimiento, ha hecho que florezca un extraño repudio a nuestros vecinos del norte. Lo insólito de este sentimiento es que está impregnado, al mismo tiempo, de una oscura admiración. Además, millones y millones de compatriotas nuestros buscan afincarse en aquellas comarcas, ni más ni menos.
La geografía viene siendo una suerte de fatalidad para la nación mexicana y esa posible maldición se condensa en la frase de que nuestro territorio se encuentra muy lejos de Dios y, por desgracia, muy cerca de los Estados Unidos.
Pues bien, vistas de otra manera las cosas, ese tal infortunio sería, en los tiempos actuales, una verdadera bendición –más allá de los agravios históricos— en tanto que compartimos una frontera con la primera potencia económica del planeta, que esa gran maquinaria es el primerísimo destino de nuestras exportaciones y, entre otras cosas, que a México le llegan carretadas de dinero gracias a que los esforzados emigrantes nuestros encontraron trabajos bien pagados en los diferentes estados de la Unión Americana (o, en todo caso, mejor remunerados que los que tenían en el terruño, hasta el punto de que pueden mandarle ayudas a sus familiares).
Hay un componente cultural, desde luego, y precisamente por su pertenencia al universo de la hispanidad –así sea que la retórica populista del régimen de la 4T desestime la herencia mediterránea que llevamos en la sangre como descendientes directos de los castellanos que desembarcaron en estas tierras hace 500 años—, México es fundamentalmente diferente a Estados Unidos (por cierto, la ofuscación de los canadienses porque Trump los ha tratado como a nosotros, testimonia de que ellos, blancos mayormente anglófonos, sienten compartir las mismas raíces que los estadounidenses).
Así las cosas, ¿China se erige en nuestro horizonte como el emisario de una suprema revancha?