No se llama Marisa uno de los cuatro personajes de La novela inconclusa que estoy armando, sino Marina y, según las indicaciones en las hojas sueltas de la carpeta, ella es apenas imaginaria, lo cual significa, supongo, que está basada en alguna mujer que proviene de ese espacio susceptible que denominamos por común acuerdo “vida real”. En una de las hojas hay una lista de rasgos: “A Marina le acabó tocando la cara que se merece. Marina suele quedar mal con las personas que desean brindarle ayuda en momentos difíciles. Marina y su cuerpo se someten a una continua y recíproca vigilancia. Marina pierde la cabeza como pierde un pájaro la rama en medio del árbol”. George Eliot escribe en Middlemarch que Dorothea Brooke “poseía ese tipo de belleza que parece ponerse de relieve con una vestimenta desfavorable”. Quizás el encaje que rodea las muñecas de Marina resalte las pequeñas arrugas de la piel; empiece a verse luido, hasta amarillento, como las cortinas de gasa en la estancia donde Marina se distrae con una palomilla que se cuela en el cono de la luz y da vueltas como si estuviera atrapada en un remolino, las alas inválidas, el cadáver posterior y diminuto junto al sillón negro. Marina estira las piernas y se desacomoda el tapete. A cada acto le corresponde su cuota de secuelas y luego de interpretaciones. Debo construir a Marina con cautela: a veces yo seré ella, pero no necesariamente de modo circunstancial. Millones de ventanas existen en la casa de la ficción, señala Henry James en su prefacio al Retrato de una dama: algunas percibidas, otras aún ciegas, de tamaños y geometrías diferentes; en cada una hay alguien con sólo sus ojos o binoculares queriendo mirar el mismo espectáculo, pero desde su punto de vista. El marco que se le atribuye al vidrio equivale a una forma literaria. “Coloque el centro de la trama en la conciencia misma” de su protagonista, sugiere James: ahí se descubrirá o inventará la dificultad más hermosa e interesante. Conmigo Marina convive como una especie afín. No es una dama —aunque aspira a serlo— y su belleza depende en gran parte de sus estados de ánimo. Sin duda hay un conflicto de origen: buscaré las anécdotas, experiencias, deslices, obsesiones; al principio la historia estará al servicio de la biografía. Me falta averiguar por qué todos los personajes son escritores en La novela inconclusa, y qué tipo de escritores: exitosos, envidiosos, gregarios, recluidos. Sospecho que Marina bosqueja poemas en sus “ratos libres”. Su perfil ha de ser cortante, como el que yo dibujo cuando hablo con la señorita de Farmacias Especializadas. Le pido puntualidad en la entrega del medicamento. En algunas ocasiones le ruego: “¡sea usted compasiva!” Triste lugar y triste tiempo. No sé si son mezquinas o legítimas las preguntas sobre la transcripción de los archivos. Intento descifrar gestos. Sigo cayendo en las trampas de la astucia ajena. Será por el brillo que vislumbro detrás de la sonrisa: ese detalle humano.
AQ