Capítulo 9

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Las instrucciones que recibo en el sueño se refieren a las cenizas: “disperse una parte considerable en el río a la altura de la Isla de San Luis; deposite un puñado en la entrada del cine Action Christine; arroje el resto contra la reja circular cubierta de yedra en su patio.” Vivo en un edificio, no en un laberinto, aunque siempre proponga esa forma y me coloque en la hipótesis de un centro donde nunca hay nadie salvo si imagino que existe de antemano una idea, una maqueta y un constructor. “Hacer una novela” —afirma Roland Barthes— “es en el fondo aceptar mentir, llegar a mentir (mentir puede ser muy difícil); mentir con esa mentira segunda y perversa que consiste en mezclar lo verdadero y lo falso. En definitiva, entonces, la impotencia para la novela (para su práctica) sería una resistencia moral”. Lo anterior no está escrito en primera persona a fin de que la dificultad se asemeje a un dilema ético y no a una derrota literaria. (Ojo: una mente débil como la mía tiene que cuidarse del influjo pernicioso de cierto tipo de pensamiento francés que se desprende menos de los conceptos que de las posibilidades de la gramática.) Barthes indaga en la preparación de la “Novela” después de la muerte de su madre, como estrategia para sobrevivir. Este dato es fundamental en el desarrollo de la trama. No me cabe la menor duda de que los personajes de La novela inconclusa no son arquetipos, figuraciones o siquiera metáforas; incluso cada uno fue o quiso ser, en algún momento, de carne y hueso. No he inventado las experiencias o anécdotas, sino que las he ido descubriendo y conectando según los apuntes en las hojas sueltas de la carpeta. Ayer me topé con un texto curioso en “¿No le da miedo perder lectores?”, el cuaderno de Marina. Trata de un viaje que supongo ficticio, pues de acuerdo con la cronología establecida en la carpeta, a Marina “no le alcanzó el tiempo” para salir del país: en un hermoso pueblo del Perigord enclavado en un alto risco oigo el nombre Domme: no veo nada, en cambio sí recuerdo que en otro hermoso pueblo casi me atropellan cuando me bajo del coche para ahuyentar a un perro en medio de la calle y me gritan: ¡no seas estúpida! Tonto perro pienso con mi pulgar lastimado. Se borran las abadías, los castillos, las catedrales porque su inclusión en la cabeza abre hoyos. Sé que Manuel y Marina finalmente hicieron el amor —o cogieron— en la tercera cita, en un hotel de la colonia Roma. Manuel pagó la habitación y luego de “la placentera cópula” le explicó a Marina que él era muy feminista en asuntos de dinero y que pagaría las siguientes dos sesiones sexuales, pero a partir de la cuarta se irían a mitades: “de ese modo no parecerá que te estás vendiendo o alquilando. Para mí es de suma importancia el respeto por tu libertad y tu individualidad”. En su diario Marina menciona las sábanas amarillentas, el polvo en las mesitas de noche, las lámparas sin foco, los cuerpos vistos desde arriba: como si hubiera alguien más ahí.

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