Circunstancia

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

A diario recibo dos periódicos impresos. Leo uno por la mañana con mi café; el otro por la noche, antes de mi frugal cena, durante la cual reviso ociosamente las novedades astrológicas de Google, que suelen colocar mi signo bajo una luz desfavorable, junto con otro signo, por consuelo, aunque eso no basta, continúo esperando que se modifique la perspectiva, me redima al menos mi ascendente. Hoy tampoco ocurre. Apago el celular y trato de poner cierto orden en la composición mental de lo que llamo por ahora mi nueva época, en la que buscaré establecer un equilibrio entre mi subjetividad y la objetividad (como si a ésta la concibiera alguien más, una presencia invisible, y no yo). Evitaré caer en la falacia de la indignación; enumerar lo malo ajeno con la certidumbre, modesta, claro, de que yo me he ganado un sitio desde el que puedo señalar: “ustedes, ellos, ellas”, y sentirme tranquila en mi trinchera porque me he dado la razón tantas veces que sin duda la tengo. Evitaré también la trampa absurda de indignarme con los indignados, de un extremo a otro extremo. Precisamente porque no sé dónde está el justo medio, elijo la imprecisión como punto de vista.

Vuelvo a mis periódicos. En el de la mañana, hace más de una semana, la noticia en la primera página fue el aniversario y escalamiento de un conflicto internacional; en el de la noche, la decapitación de un político nacional: su cuerpo dentro del carro, la cabeza encima del cofre. El artículo sobre el decapitado en el periódico de la mañana estaba en la sección “Estados”, después de “Mundo”: un texto breve, sin imagen; el del conflicto internacional en el periódico nocturno, en la zona correspondiente, con fotos de ciudades bombardeadas, multitudes llorando. Imaginé las discusiones en las respectivas juntas de redacción: “¿qué desastre vamos a resaltar y en qué página ponemos a los muertos, a cuáles y a cuántos?” Supongo que el propósito, muy básico, será relativizar realidades: es terrible lo que pasa aquí, pero mucho peor lo que pasa allá, o viceversa: lo de aquí borra lo de allá.

Tengo un amigo militante del relativismo. Si a la pregunta de cómo estoy respondo con titubeos o expreso desánimo, me regaña: “recuerda a los migrantes”, —siempre escoge ese ejemplo— “su batalla para cruzar el país, la frontera, el río asqueroso, todos los que se ahogan… deja de mirarte el ombligo… no seas egoísta”. Acepto su método de contrastes. Le menciono la violencia más reciente —otros decapitados hace apenas unos días— y de inmediato me calla con un brusco ademán, me pide que no sea morbosa, que aprenda a distinguir entre hechos históricos y casos de nota roja, a descifrar las verdaderas intenciones de los medios: “ojo con lo que usas para construir tu dizque conciencia social”.

En el periódico de la mañana se escribe ejecutado, con cursivas, como si la definición de ese cuerpo sin cabeza estuviera en etapa transitoria: todavía fuera un asunto de opinión. Lo mismo le sucede a la normalidad.

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