Lo más común es preocuparse porque alguien bebe en exceso. Pero a mí me ocurre lo contrario: hay gente, amigos, amigas, que se preocupan, incluso se molestan, porque no bebo nada, como si estar sobria fuera presuntuoso y tan llamativo como estar borracha. Me miran consternados, se incomodan: ¿ni un vasito de vino, rompope o champaña en las festividades? Les respondo negativamente, se hace un silencio y de nuevo insisten: “¿ni uno?” Un amigo amable y muy pendiente de mi bienestar me lo pregunta seguido, aunque le he contado la historia en numerosas ocasiones. Ha de creer que miento, o sospecha que mi objetivo oculto, inconsciente, es impedir que mi vida (y la de los demás, pues mi presencia sobria los inhibe) fluya con entera libertad, cosa que me pasaría si yo me tomara aquella copa de vino, aquel caballito de tequila, y perdiera la cabeza, me atreviera a divertirme, a quitarme de encima máscaras y disfraces para ser por fin espontánea, la versión más depurada de mi persona.
Yo observo a los bebedores desde hace años; admiro con envidia a los moderados y me inquieto con los inmoderados. En ninguno de los dos casos veo una clara mejoría en cuanto a personalidades: en esencia, siguen siendo lo que eran antes del alcohol. Se ríen más, manotean más y surge ese famoso brillo en los ojos. Aumentan el ruido, los gritos, las interrupciones. Algunos bebedores expertos en la actual y compleja cultura enológica intercambian comentarios sobre la densidad y la textura del vino, los precios en las tiendas y en los restaurantes, las ofertas recientes y cuán bien las aprovechan. Hablan de apelaciones, años de cosecha, tipos de uva. Llenan las copas (en su justa y científica medida), las elevan y examinan a contraluz, las mecen para ver cómo sube y baja el tinto por las curvas del cristal, cuánto se demora o si se resbala como agua. Hay miradas de inteligencia (he aprendido a distinguirlas) y, con el primer sorbo del dionisiaco líquido, comienzan los chasquidos, a veces los buches, el rigor que en ese momento no permite adivinar que al rato tal vez uno de esos bebedores no logre caminar en línea recta o se caiga de la silla y termine por patearla —“está coja”— y me pida que llame a alguien para que se encargue. Al cabo de las horas la calidad del vino es lo de menos, los corchos se desperdigan por el mantel y predomina la euforia (no en mí, por desgracia, y eso ha de notarse).
Nunca fui capaz de beber poco. Mi última borrachera sucedió hace décadas y me asustó tanto que decidí convertirme en abstemia, aunque no en proselitista de mi decisión. El poeta estadunidense Gustaf Sobin decía que conforme se reduce el vino, el whiskey o la ginebra en el vaso, va despuntando un sol tan resplandeciente que estalla. Recuerdo el circulo amarillo y yo adentro lúcida bailoteando o recitando el mismo soneto de sor Juana a carcajadas: “Este que ves, engaño colorido,/que, del arte ostentando los primores…” Sé que soy aburrida, pero intento serlo discretamente.