Décimo

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Quedó pendiente la profesión de Tere en el capítulo sexto de La novela inconclusa: maestra de secundaria (en la disciplina de geografía) o historiadora (especialidad en el Renacimiento) o editora (de libros universitarios) o crítica literaria (reseñista en publicaciones diversas), actividades todas muy intelectuales, desde la perspectiva de Raúl y, en consecuencia, pretextos para burlarse de una cultura que él considera postiza e inútil, salvo en el caso de la geografía, pues entre los numerosos proyectos de Raúl está el de viajar a sitios ”insólitos”, como dice él, y no volver a los mismos lugares, Nueva York-Londres-París-Roma-Madrid, sino “crear mapas inusuales” para sesiones futuras con los amigos: el Sudán, Etiopía, idealmente Myanmar y hasta Corea del Norte; ni una foto, sólo anécdotas, datos acerca de la comida, las costumbres, rasgos peculiares de los habitantes, construcciones y calles y cielos y fauna y selvas o desiertos, el clima por las mañanas y por las noches, la calidad del aire y del transporte, de las ruinas o los monumentos. Raúl siempre apunta estadísticas y porcentajes: “mucho ojo: los números nunca mienten”. Pero el tema ahora no es él sino la profesión de Tere que, por lo pronto, para explorar ciertas ideas y dudas que me inquietan, será la de crítica literaria. Las reseñas que escribe son engañosamente descriptivas: el diseño de la portada, la tipografía, la cuarta de forros, detalles distintivos que se refieren a la forma material del libro. Luego se adentran en la trama, si es novela o cuento, o en lo que Tere denomina “la zona lírica”, en el caso de la poesía. En términos generales, buscan establecer un tono de neutralidad, como si el texto en cuestión se leyera a sí mismo y, en consecuencia, no pudiera juzgarse: ni elogios ni condenas. El propósito, según Tere, es mantener apagado el “mecanismo del propio gusto”. Sin embargo, cabe preguntar para qué se toma la molestia, para qué lee tantos libros si se ha prohibido someterlos a un verdadero escrutinio. Aunque no todo es superficie. En sus descripciones Tere examina a los personajes, comenta el uso del lenguaje y hace listas que le resultan iluminadoras. Por ejemplo, en un poemario reciente de 99 páginas, árbol aparece 77 veces (rama apenas tres) y su presencia no es de ningún modo activa; es decir, no le sucede nada, no altera el verso donde figura ni modifica el paisaje esencial de los poemas. La autora —de gran renombre— no precisa qué tipo de árbol —olmo o liquidámbar o fresno o cedro—, lo cual hace temer que se trata de un símbolo: “cualquier unidad de cualquier estructura literaria que pueda aislarse para el estudio crítico”, de acuerdo con la definición de Northrop Frye en La anatomía de la crítica. También es posible que árbol, de tanto repetirse, sea una palabra ciega; no que pierda su sentido —o uno de sus sentidos, pues aún se oye— sino que deje de verse cuando Tere lo pone bajo su mira, como si una parte del árbol se ocultara para sobrevivir.

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