Decimosexto

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Hace unos días revisé de nuevo la carpeta de hojas sueltas y me di cuenta de que la historia de Tere y Raúl no es parte orgánica de La novela inconclusa y que sería recomendable (para ajustar tramas) rastrearla desde su inicio en capítulos recientes. A Tere se le menciona por primera vez el 5 de abril: “me llamaré Teresa, Tere, cuando no sea yo”; a Raúl, dos semanas después, el 20 de abril: va manejando y Tere le pide que se detenga, no atropelle a los conejos en la carretera; él responde bruscamente “pensemos mejor en otros temas. ¿Qué estás leyendo?”. Ahora recuerdo que las manos de Tere se mueven como pájaros asustados cuando habla y que las de Raúl son pequeñas, con dedos gruesos y uñas largas; también que a Raúl le chocan las mujeres nerviosas, las mujeres flacas, las mujeres intensas. “Me gustan gorditas, sabrositas, contentas. Calma, amiga, calma”. A Tere le atribuí la profesión de crítica literaria y a Raúl la de empresario. A ambos personajes los conozco. No me preocupa la suerte de Raúl; en varias ocasiones le ha dicho a Tere que él suele reírse en la cara de la gente y que rápidamente se perdona cuando se equivoca o lastima a alguien. Su principal objetivo es ser feliz, divertirse, “ir de chorcha en chorcha,” como repite cada vez que lo considera necesario. Tiene una vida “muy internacional”, aviones, cruceros, hoteles boutique, casas de amigos adinerados en zonas impecables del mundo. Tere es otro asunto por completo. Intentaré explicar su circunstancia con una cita de Las ilusiones perdidas de Balzac. El abad Carlos Herrera, luego de convencer a Lucien de Rubempré de que no se suicide, le dice: “grábate esto en tu cerebro aún tan blando: el hombre le tiene horror a la soledad. Y de todas las soledades, la soledad moral es la que más espanto provoca… el pensamiento inicial de un hombre… es tener un cómplice de su destino”. He ahí el dilema de Tere: carece de ese o esa cómplice y, aunque la rodean numerosos testigos benévolos, hay otros dispuestos a hacerle daño, pues la soledad moral se percibe como miedo, crea atmósferas incómodas, y para algunos resulta tentador ponerla en evidencia. Raúl es uno de esos, y la razón definitiva por la cual me ha parecido importante contar esta historia que iré convirtiendo en una crónica de la humillación, un documento inculpatorio (ojo: ficticio y hasta poético). Me interesa salvar a Tere —salvarme con ella— y quizá sólo lo consiga si la extraigo (junto con Raúl) del tronco común de La novela inconclusa y describo los hechos —más bien tristones— en un espacio restringido que me permita revelarlos sin cortapisas. Es posible que poco a poco vaya haciendo lo mismo con Marina y Magdalena y Manuel y Antúnez, a fin de darle continuidad a esta narración cuyos episodios debo ordenar para no perder el hilo de lo que vi, de lo que pasó; para no olvidar quién es quién, quién hizo qué, dónde estuve yo durante tanto tiempo. Mis almas gemelas son mis almas dobles y me corresponde restaurarlas.

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