Epílogo

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

El lunes 27 de febrero me examino en la pantalla durante una charla: mirada adusta, boca y ceño fruncidos, voz titubeante, estridente, nerviosa. Muevo los brazos como si no estuvieran pegados a mi cuerpo o fueran extremidades que no entienden su función exacta. Me recargo en la sombra de la silla. El sol es diagonal, incorrecto, y noto que apenas varía el orden de mis frases. Repito canon, ideas, conceptos; niego sacudiendo la cabeza despeinada. No sé qué pienso; incluso, no sé si pienso. Intento fingir, según tus enseñanzas: sonrío, callo, ironizo a mis expensas. Se habla de los vínculos analógicos, la castración de los hombres; se habla de vórtices, expectativas, poesía. Me arrimo a la computadora con el propósito inútil de suavizar las rayas de los reflejos en mi cara. El martes 28 de febrero elaboro sinopsis bibliográficas y, alrededor de las siete de la noche, después de alimentar a los gatos y fumarme un cigarro, prosigo con la lectura de tu libro del Renacimiento sobre el tercer periodo del humanismo y las fiestas de aniversario que se celebraban en honor de Platón en el siglo XV en Florencia: “A los postres del banquete, fue leído el texto del Simposio y entregado a la exégesis y la discusión de los comensales”. Se bebía hasta el alba, “haciendo circular en ronda una enorme copa con dos asas y formulando sutiles preguntas acerca de lo que eran la comedia y la tragedia”. El miércoles 1 de marzo me preparo una cena frugal y le doy unos cuantos sorbos a mi té de manzanilla. Enjuago el plato, la cuchara y limpio la superficie con un trapo húmedo. Luego me acomodo en el sillón negro y leo cartas del joven T.S. Eliot. En 1916 le escribe a su amigo el poeta Conrad Aiken: “¿Cómo te sientes temprano en la mañana y los domingos por las tardes? He ahí la verdadera prueba…” El jueves 2 de marzo me despierto en la madrugada. Se cumple un año de tu muerte. “Me voy dichoso”, dijiste eufórico. “No te preocupes: estaré en la casa”. Hay fotos tuyas en casi cada cuarto; una grande en una esquina de la recámara a la que me encomiendo cuando apago la luz: “cuídame por favor”, susurro antes de voltearme hacia tu almohada. La urna está en tu estudio, junto a la imagen de un ángel sonriente de la catedral de Reims. Encima coloqué una pequeña piedra color arena que se resbala hacia los bordes, a punto de caerse. Las cenizas no son un polvo simple y no resuelven nada; se convierten en un problema postergado. Aún queda indeciso el río, “cualquier río”, un río al revés que pase bajo un puente de tres arcos, te reconstruya y nos recuerde siempre nuestros amores: la esperanza violenta, la alegría después de la pena. Imagino el viaje, la bolsa en un rincón de mi maletín, yo de cuclillas observando el agua. Seguramente, por torpeza, vaciaré tus cenizas de un solo golpe y no poco a poco. Quizás acabe guardando un puñado en alguna caja hermosa. Yo también puse mis manos en tus manos. Te llevaste toda la dicha. Sábado, Canto 30, fin de mi Comedia apócrifa.


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