Propósito

Ciudad de México /

Me temo que si elijo la esperanza de la esperanza como una condición innegociable de la esperanza repetiré tantas veces la palabra esperanza que no podré elaborar un argumento que me permita explicar a qué me refiero: algo así como la posibilidad de seguir esperando. Se parecería en su expresión a un imperativo categórico: “espera de tal modo que puedas incluir en tu espera todo lo que esperas”. Estoy segura de que se entiende. Su principio es la continuidad, el vínculo entre ayer, hoy y mañana. Lo formulo, por cautela, en términos negativos: que no pase esto, que no pase lo otro, que no pase lo peor, pues si lo formulara en términos positivos revelaría una pizca de certidumbre, como cuando alguien me dice “despreocúpate: saldrá muy bien”. “¿Cómo sabes?”, le pregunto y el optimista empecinado se ofende conmigo, me da la espalda, se esfuma. Lo contrario es igualmente absurdo: el pesimista testarudo que vaticina catástrofes con tal de sentirse satisfecho. Yo me limito a sumas, restas, cálculos probables y me mantengo más cerca de la decepción que de la ilusión, con lo cual me protejo de que la mala noticia me tome por sorpresa y me preparo para que la buena sea extraordinaria.

Sé que la esperanza es una de las tres virtudes teologales —puestas en el alma por la propia divinidad— y supongo entonces que funciona de manera automática incluso en gente agnóstica como yo, que la percibe solo como una aspiración del futuro. Sé también que lo inesperado es la contraparte que la pone en riesgo o la suspende de tajo porque lo ocurrido no estaba en los planes: paciencia, paciencia, se me dice para consolarme. ¿Qué otra cosa queda? Es lo correcto, es lo cuerdo, aunque la duda teológica abre resquicios. Por ejemplo, hace algunas semanas una amiga extranjera que cree en la Virgen y apenas un poco en Dios, me pidió que la llevara a la Basílica. Nos colocamos en la cola frente a la Capilla de las Bendiciones. Con su enorme hisopo el diácono lanzó una cantidad considerable de agua bendita hacia la zona donde estaba yo parada y me cayó una gota grande en el ojo derecho y varias pequeñas en el resto de la cara. ¿La bendición es mía y me purificará a pesar de mi escepticismo? Por precavida no me sequé el agua y estuve con el ojo cerrado durante unos diez segundos. Mi amiga extranjera no dejó de recordarme hasta el final de su viaje que yo había recibido esa agua bendita por algo y que me tocaba buscar la causa. Si existe la encontraré, le dije.

Me habría gustado ver el recipiente en el que remoja su hisopo el diácono: un balde, una palangana de plástico transparente o numerosas cubetas de diversos colores que los ayudantes llenan según haga falta. El manantial milagroso está cubierto por una rejilla y ya no fluye el agua por los conductos naturales que se acabaron tapando “por los daños del tiempo”. Quizás ahora haya tinacos, tubos de cobre o de hule a un lado del brocal y suene a menudo el ruido de una bomba de agua. Como aquí.

La esperanza se tiene.


AQ / MCB

  • Tedi López Mills
  • Ha publicado numerosos libros de poesía, además de cuatro volúmenes de prosa.
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