Es raro que oiga un silencio. Cuento los ruidos. Van cinco. En este cubículo limpio y pequeño, con su cama bien tendida, una muchacha me pide que cierre el puño izquierdo, elogia mis venas, sonríe, me pica varias veces con una aguja. Lo que está pasando adentro no existe afuera. Ajusto colores. El que más me conviene es el rojo vinoso, no el rosa profundo o el verde oscuro o amarillento. La muchacha pregunta por los gatos. ¿Cómo son?... Lindos animalitos. ¿Le hacen compañía?
El sexto ruido es el de la manija de la puerta. ¡El anatomista cojo! Lo reconozco por el libro de ayer. Arrastra su pierna como si fuera un ala herida, una tela que sobra, algo que viene de lejos y lo sigue puntualmente. Lo saludo. Intento hablarle de las caravanas, los informes, las mutilaciones, pero no concuerdan las palabras con las anécdotas. El anatomista colecciona anomalías en frascos de vidrio. Me mira consternado. Se acerca a un anaquel oportuno y saca un frasco grande. Lo pone al pie de la cama y lo frota con una toalla de papel. Aprovecha el tiempo con sus manos. El vidrio brilla a la luz del foco que cuelga encima de mi cabeza.
Me han cortado un pedazo. Construyo un pensamiento largo para cubrir las brechas. Ya tengo el título del episodio: “Efecto telescopio”. Es dolorosa la secuela; doloroso el pico de la imagen cuando se invierte en el espejo. La muchacha pronuncia mi nombre al revés; juega con mis dedos: éste fue al mercado, éste fue al parque, éste saltó la cuerda, éste se quedó en la escuela y se aburrió todo el día. El séptimo ruido viene de la calle; el octavo, de la sonda que gotea junto a mi muñeca.
Usa anteojos y un saco gris el anatomista. Le da golpecitos al frasco de vidrio con un lápiz. Me pide el pedazo. Es subyacente, le explico. El noveno ruido son los pasos del vigilante afuera del cubículo. Silábica sea la fórmula del milagro cuando se retire la suerte. Silábico sea el aire del espacio con las pelusas en decadencia por haber movido los objetos de modo extemporáneo: la silla, el vaso, el florero, el canasto. Todo estaba en su lugar. Ahora hay que pensarlo de nuevo en el mismo receptáculo. Ilión es el hueso que rozo con la mente que pierdo en el ciego. En ninguna analogía hay suficiente casa para consolarme. La muchacha apunta datos en su formulario. El frasco vacío del anatomista es lo último que veo. Los tubos se taparon, el agua negra se desbordó, salieron a flote las menudencias; hubo que quitar la coladera y meter trapos en los hoyos. Cuánta bulla a mi alrededor. ¿Usted es alguien? Nunca. Tan ordinaria la piel que ahora me esquiva y antes apostaba en mi nombre. Ya es de noche; demasiado tarde, demasiado bien. ¿Le duele? ¿Cómo se siente? A mi lado en otra parte un hombre se quita la máscara y gime. El pedazo es un tubo de carne occisa. Lo abrieron en canal. Me dan permiso de llorar dos días. ¡Ni un eco de la voz cantarina del señor he escuchado en una semana! Hay que multiplicar por veinte la historia. ¿Cuántos números llevo?
ÁSS