En 1905, después del Domingo Sangriento de San Petersburgo el 9 de enero, Gorki le echa en cara a un amigo: “escribes sólo acerca de lo tuyo” mientras que afuera, añade, se está derramando la sangre del pueblo. El 5 de marzo, luego de su liberación de la Fortaleza de Pedro y Pablo, le reclama a Tolstói su alejamiento de la política: “repites de nuevo la idea fundamental de tu filosofía: ‘la perfección moral de los individuos es el sentido y el propósito de la vida para toda la gente’. Pero pregúntate, Lev Nicoláevich, si para una persona es posible ocuparse de perfeccionar su carácter en un momento en que están matando a hombres y mujeres en la calle”.
Yo me echo en cara lo mismo, me pregunto lo mismo, aunque de ningún modo pretendo establecer comparaciones históricas ni mucho menos igualdades literarias; tampoco fingir que soy sabihonda en los temas de las revoluciones (la rusa y sus secretos sagrados, los permisos que aún le otorgan adeptos y especialistas en cuanto a muertes justificadas por el bien de una causa que a la larga eliminaría de raíz cualquier desastre); o que tengo un olfato tal en cuestiones políticas que puedo darme el lujo de elegir entre la serenidad o la angustia, estrategias para calcular pérdidas, ganancias, o juegos sociales, poses: ¿qué me convendrá, mostrarme escéptica o compasiva?; ¿actuar como si lo supiera todo de antemano —democracia, justicia, humanismo— y viniera ya de regreso, o como alguien tan bondadoso, tan sensible y empático —alma frágil— que sólo tolera dosis mínimas de realismo agresivo, caótico, mortal y, por lo tanto, prefiere ya ni enterarse: ignorar, sublimar, pulir los detalles de su arte porque durará más que la pequeña historia de todos los días, o de su vida porque es su única posesión segura?
Si son de veras tiempos de emergencia supongo que habría que protestar a diario, con el riesgo de que el ruido de la protesta sea tan estruendoso, reiterativo que borre las consignas y anule toda solución, salvo la del odio que proviene del profundo amor a la patria, chica, grande, cada quien tiene la suya, reconoce y acusa a los traidores, enemigos, usurpadores: ustedes no son nosotros y nosotros valemos más. Hay piedras, púas, hoyos. Se patea y se lastima. Mis banderitas ondean en un rayo de luz. No uso nombres propios; apenas alusiones simplonas, rimas infantiles para el miedo: como anillo al dedo le viene el monstruo del peinado complicado a la señora de la cola de caballo. Firman decretos, tumban reglamentos, arman tómbolas, entonan himnos con orgullo. ¿A quién le toca? En mi cuadra matan de un balazo a un señor en la regadera mientras se baña. Escucho el tronido. Los pájaros cambian rápidamente de rama, las ardillas brincan de la cornisa a la barda hacia la esquina más oscura de la yedra. Junto a la puerta de la casa del señor de la bala en el cuerpo un letrero anuncia: “Este hogar es católico”. En el piso hay una veladora. La perfección moral es un estado de ánimo muy pasajero.
AQ