Intemperie

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Se dice o decía que con el poder de la mente cualquier cosa es posible, así que mañana temprano fingiré un viaje al campo, mi cobija bien doblada dentro de la bolsa de lona, una canasta con envases de alimentos y varios utensilios. Caminaré por el bosque identificando árboles —pinos, robles, álamos, oyameles— hasta llegar a una pradera con una brecha que desciende hacia un arroyo de “esbelta plata líquida” y piedras pulidas. Quizá más tarde baje a recoger algunas para la colección que conservo en una caja detrás de mis papeles viejos y las carpetas con dibujos de perfiles que trazo a lápiz cuando me noto pensando incorrectamente. En la pradera ya me aguardan mis amistades con gran anticipación. Nos abrazamos y yo les pregunto por su salud y asuntos diversos. “El arte de la conversación es hacer conversación”. Las respuestas son breves, precisas, equilibradas. Extiendo la cobija y nos sentamos casi al mismo tiempo en los lugares ideales para formar una figura armónica. Somos cinco personas: tres mujeres y dos hombres. Una de las mujeres trae puesto un vestido rojo con holanes negros en las mangas que seguramente acabarán embarrados de tierra y migajas o se atorarán con alguna rama cuando emprendamos el paseo posterior a la comida. Pero no me voy a preocupar por los detalles de la libertad ajena. Hoy es un día de sorpresas calculadas. Mientras reparto las servilletas anuncio que por fin he aprendido a leer mapas. Saco una brújula de mi bolsillo y la sostengo frente a mi cara como si fuera el centro iluminado de un espejo. Los hombres se ríen; me piden que apunte hacia el norte o el sur sin ver la brújula. Me distraen las mujeres que hurgan en la canasta y sacan los envases sin fijarse en lo que contienen. La del vestido rojo dice que afuera también es una jaula y los barrotes son las palabras y que por eso nadie debe contar una sola anécdota. Sellamos el pacto lanzando nuestras servilletas al aire. Papalotes blancos, podría señalar yo en un arrebato analógico, pero decido callarme y recordar otra salida al campo con reglas más flexibles. Mis hermanos se quedan en el coche con los perros para escuchar la hora de los Beatles o los Creedence en la radio. Si cada acto es relativo ¿por qué siempre parece absoluto? Cuento los segundos en la pequeña arcadia que inventan mis papás a cierta distancia de la carretera. Les toca pretender que la vida en familia es agradable: son expertos. Los miro moverse en un cuadro que me excluye. Retiro el lodo de la ranura de las llantas. La velocidad no me alcanza para alejarme de lo que imagino. En la pradera la mujer del vestido rojo declara que todos los hombres son misóginos. ¿Qué seremos entonces todas las mujeres? En un poema de Philip Larkin la podadora destruye con sus aspas a un puercoespín que vive en el pasto crecido. “El día después de una muerte, la nueva ausencia/es siempre la misma”. Debemos cuidarnos, escribe Larkin, “ser bondadosos/mientras aún haya tiempo”. Igual hasta nos conviene.

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