El cuento empieza con el señor de las fumigaciones, cuyo apelativo no busca ser literario o peor aún poético —como en el caso de “la doncella de los túneles”, “el caudillo de los incendios”, “el niño de las aguas”, “el viejo de las cañas”—, sino que así le dicen la administradora y la portera del edificio: “hoy llega a las once el señor de las fumigaciones”. Y a esa hora exacta suena el timbre y, unos minutos después, el tintineo de la campana de mi reja. Salgo a recibirlo, y el señor de las fumigaciones me pide permiso para dejar su paquete afuera; parece una caja vertical de losetas, una columna de piedra con envoltura de cartulina, aunque si se colocara en forma horizontal cambiaría de inmediato mi hipótesis de su contenido (sé que la aclaración es innecesaria, hasta confusa, pero viene señalada en el bosquejo del cuento y lo estoy siguiendo al pie de la letra: sus rodeos, titubeos, como si la autora (o autor) quisiera darles la impresión a sus futuros lectores de que no conoce la trama, la inventa sobre la marcha, con prisa, incluso bajo amenaza, el último deber antes de huir de la ciudad, de la aldea, del país: cualquier cosa es imaginable cuando se omiten las circunstancias). El señor de las fumigaciones no recuesta el paquete; lo recarga contra el muro, ligeramente inclinado “no se vaya a caer” y se ríe y se limpia el sudor de la cara con la mano (el dorso, para ser más precisa). Saca de su bolsillo un envase de aerosol cuya sustancia según él es lo “mejor de lo mejor” para acabar de modo casi definitivo con las hormigas. Me entrega su tarjeta: Luis Manuel Delgadillo Control Prevención de Plagas Limpieza Sanidad, sin comas, con el dibujo de una hormiga en el borde inferior del lado derecho, dos colores, verde abajo, blanco arriba, y unas siglas, RAM, en rojo justo en el centro. Le pregunto si no le interesa observar el avance de las hormigas por la cornisa del patio, como soldados en línea recta, y me responde que no hace falta, pues las hormigas son iguales en todas partes: “mil o diez, se comportan siempre de la misma manera: llevo años estudiándolas y ya no me sorprenden”. En el bosquejo del cuento está escrito que el señor de las fumigaciones exclama cuando ve los libreros y las pilas de libros en la mesa de la sala. Los miércoles en la noche tiene un club de lectura por Zoom y el maestro lo está poniendo a escribir textos breves; el tema es lo de menos: importan la emoción, la sinceridad, el uso correcto, decente, de las palabras y la gramática. Él ha decidido escribir sobre su perro enfermo: “sufre y lo lloro a diario”. Esparce gotas del aerosol en las esquinas de las ventanas y en la tubería del fregadero. Su procedimiento es aleatorio. Estoy segura de que el bosquejo del cuento en La novela inconclusa es de Marina. Me gustaría platicarle al señor de las fumigaciones de la muerte de mi gato Torcuato. Cuánto odiaba que le recitara las rimas con su nombre: pato, garabato, zapato, nos vemos al rato. Nunca más. Y así fue.
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