Quimera

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /


A Álvaro


En pleno delirio de grandeza, me vislumbro como una disidente. Exclamo ante nadie que ninguna cosa se compara con la dulzura y la armonía del cuerpo político cuando uno logra diferir a tiempo. Noto las tácticas de la oscuridad. No hay cuerpo sin circunstancias. Si modifico el delirio se altera la luz y se estancan las sombras por pudor. He anotado algunas frases distraídamente: “deriva anti-democrática”, “abuso de las instituciones”, “pulso autoritario”. No son mías sino del lenguaje. Las habré leído ayer o antier con una pizca de admiración por su obvia perspicacia, su famosa claridad histórica. “Lo que se necesita sobre todo” —escribe Orwell— “es que el significado elija a la palabra y no al revés”.

Me doy cuenta de que les temo más a mis amigos que a los posibles enemigos; por lo tanto, la derrota de mi “pensamiento” es definitiva: ni siquiera sabría describirlo. Advierto que casi siempre se opone, lo cual podría concebirse como una especie de capricho estilístico, aunque mis tartamudeos, mi amnesia súbita, cancelan esa posibilidad.

El vocabulario inhibe; “simuladores”, “gesta transformadora” y no gobierno se le llama en algunas zonas exquisitas donde se expiden las instrucciones. Ya quedó escrito: al señor le dan pena ajena ciertos intelectuales; otros no, supongo. A ese nivel hemos llegado, y parece aceptable.

Tomo un atajo y rodeo la muralla. Son nítidas mis alucinaciones cuando no las convoco: anoche se detuvo una mosca en el espejo y la vi con las patas enredadas con su propia imagen y la de mis ojos. Hoy subo la escalera de metal junto al jardín de mis vecinos; me fijo en la diminuta araña que se balancea entre las ramas y se sostiene apenas en el espacio enorme de su tejido como si fuera el centro del mundo, y lo es, sin duda.

Ninguna labor meticulosa de la razón altera el poder de los dogmas. Prefiero la falta de fe a una cara constante y ruidosa en la cabeza. Subrayo anécdotas en mi libro. Durante un desayuno el poeta Robert Lowell anuncia que él es el Espíritu Santo y les pregunta a sus colegas si no perciben el fuerte olor de lo sagrado. En sus temporadas seculares encarna con más sencillez a Aquiles o a Napoleón. De 1967 a 1970 escribe cuatrocientos sonetos: cinco o seis por día. “La época es un verano, un otoño, un invierno, una primavera, otro verano... Mi trama se desenvuelve con las estaciones”. Peso las sustancias que me corresponden. Falta mi segunda persona en esta historia. Las rimas son sucedáneos de un vacío repentino en el aire, me instruye mi maestro. Oigo lo que oigo. Mi salvaje miraje y al rato, conforme se desarrollen las anécdotas curiosas de este barrio, mis boscajes que se irán diluyendo con los carcajes, como si nada. En unas cuantas horas retumbará de nuevo la bodega ahíta de su pecho. No se clausura nunca el flujo de ese río. A diario los vituperios se mitigan con dos o tres dichos de vieja usanza. Tú propones una idea perfecta y yo la volteo en mi contra como un crucigrama.

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