Ripios

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

“Otro problema para los árboles / si el silencio se siente solo”, escribe John Ashbery; otra forma para los días si asumo que son solo superficie, extensa o intensa, según se vayan colocando los artificios: dolor rima con amor, con tumor, con pavor; escalera con madera, con cadera, con ladera; razón con corazón, con pulmón, con punción; brazo con lazo, con caso, con trazo. Un caballo se desplaza sin consecuencias figurativas, aunque el pasto se doble ligeramente bajo los cascos y el campo visual equivalga a un paisaje momentáneo, verde o casi azulado cerca de los bordes donde empieza a esfumarse en la bruma o la curva. Desde lejos podría calcular el tipo de sombra, recta, redonda, deforme, con tintes amarillos, quizás a punto de caer por su propio peso en la zanja que rodea el camino donde me detengo para ver si ya es hora. Solo puedo ir por partes. Las instrucciones contra el futurismo son claras: minuto tras minuto y nunca más allá de lo inmediato. En la mesa se colocan los manteles, los platos, las servilletas. En los vasos se vierte el agua. En la tabla se corta la fruta. Los tenedores no están en el lugar de los cuchillos. “Ponga usted frases largas y preñadas de sentido, como si inventara su pensamiento conforme avanza la pluma ligera por la página”. Los hechos ocurren después de su explicación, lo cual mitiga las secuelas. Ashbery recuerda el estilo de la piedad; yo busco el de la empatía. ¿Dónde se aprenden las fórmulas? “Lo que se les ofrezca, se te ofrezca, aquí estamos, aquí estoy, cuenta con nosotros, cuenta conmigo, en cualquier momento, hasta en la madrugada”. ¿Por qué la madrugada? ¿Qué pasa en la madrugada? Miro el reloj. Mi mano izquierda no sabe qué hacer con mi mano derecha. ¿Será cierto? Espero los mensajes, el timbre del teléfono. Quizá la solidaridad caduque a fuerza de compararla con las expectativas. El miércoles le grité a un musicólogo. El viernes rompí el penúltimo eslabón. Con los añicos y el cascajo voy construyendo mi obra más abstracta, por decirlo pomposamente. Sin duda, soy una mujer mal educada —me comentan que impongo mucho—, pero esgrimo a mi favor que la ausencia de maldad no significa bondad. “A la cola del perro le falta el perro”, reza un antiguo refrán de un pueblo diminuto de las Rocallosas. En el Canto I de mi Comedia apócrifa, la franja de nieve divide el espacio esférico por el que nos introducimos él y yo con los documentos, los estudios, los cuadernos y los libros. Tocamos la nieve para establecer la ceremonia de una nueva costumbre. Al fondo hay una puerta negra y encima un letrero: ENTRADA. Yo me tropiezo con una piedra; él esquiva un bache justo a tiempo. Se abre la puerta y nos recibe una doctora tan amable que su bata blanca parece una casualidad. Nos conduce por un pasillo hacia la sala de espera. Nos describe el procedimiento que se llevará cabo durante siete semanas. De ningún modo es un asunto de palabras. Él anota su nombre en una hoja cuadriculada. Creo que estamos solos.


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