Sexto | Por Tedi López Mills

  • En el banquillo
  • Tedi López Mills

Ciudad de México /

Por razones de salud mental y lo que llaman las autoridades “higiene pública” (y por los hechos de ayer y antier en los que no se ahondará dada su naturaleza, en el mejor de los casos, indefinible, en el peor, patética, lastimera) es ya necesario introducir en La novela inconclusa viñetas o crónicas acerca de la relación entre los personajes Tere y Raúl. Será recurrente, aunque infructuoso, el ejercicio de las metáforas reversibles; en La belleza del marido, Anne Carson compara la luz de las estructuras de la amenaza con el color del aceite de oliva más fino; se diría entonces, al revés, que el color de ese aceite se parece a la luz de las estructuras de la amenaza. Pero si no se conocen las dos partes que se comparan, la metáfora no es reversible. La iluminación proviene de la amenaza, cuya materia prima no se asemeja a las aceitunas del aceite, sino al último eslabón de una cadena que se rompe en el instante en que se estira para cerrar el círculo donde los amantes, al vigilarse, construyen una especie de jaula. Cuando Raúl le advierte a Tere que, de no cambiar su comportamiento negativo y controlar sus emociones, tendrá que abandonarla, dejarla sola “con tus cajas y tus palabras y las chanclas viejas que conservas en el armario como reliquias de una cultura antigua”, se enciende un foco de luz amarilla entre su voz al teléfono y el oído de Tere. Quien instala las estructuras es Raúl: coloca las varillas, las vigas, las columnas, los vidrios, las puertas, los cuartos vacíos. Tere observa el diseño, mira el abanico africano que alguien —no Raúl— puso en un florero. Las referencias son indescifrables porque la historia apenas comienza. Raúl se encarga de la distribución del tiempo y del catálogo de secretos. También elige las denominaciones: “no es amor: sólo una forma de cariño”. La frase, elegante, le provoca miedo a Tere porque el cariño puede diluirse en una casualidad, un accidente, un estado pasajero camino a otro igual de efímero. Según Carson, cómo se apodera una persona de otra es una pregunta algebraica. No se sabe todavía dónde se encontraron por primera vez Tere y Raúl. Habrá que inventar el inicio: a la vuelta de la esquina, saliendo de la tienda de helados, junto a la miscelánea donde Tere compra los mapas de tres continentes para su clase del martes próximo. O en una comida dominguera con amigos de la infancia. Mientras los comensales acomodan las sillas del comedor y eligen dónde sentarse, la mano de Raúl roza la de Tere. “¿A qué te dedicas?” La profesión de Tere sigue en el aire: maestra de secundaria, historiadora, editora, crítica de literatura. Raúl es hombre de negocios. Se jacta con Tere de no leer libros: “los párrafos son demasiado largos, llenos de adjetivos; si los escritores al menos usaran encabezados les daría chance”. Le cuenta de sus numerosos proyectos y le dice: “quiero ser feliz. ¿Tú?” Que Tere acabe como un trozo de cáscara junto a la pata de una mesa es un desenlace muy melodramático, pero posible.

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