Joaquín El Chapo Guzmán Loera se declaró inocente de los 17 cargos que le imputan en Estados Unidos, entre los cuales destacan crimen organizado, asesinatos varios, lavado de dinero y tráfico de drogas.
Para esos crímenes la pena mínima es cadena perpetua y la máxima es la capital, aunque ésta fue descartada como requisito para la extradición por parte del gobierno de México. Se busca también confiscarle 14 mil millones de dólares en bienes.
La defensa, sin embargo, no intentó siquiera la tarea imposible en declararlo inocente, conformándose con aminorar lo más posible la sentencia al presentar a Guzmán como un capo menor, a las órdenes del verdadero diablo del crimen organizado mexicano: Ismael Zambada García, El Mayo, quien nunca ha sido arrestado y continúa controlando uno de los cárteles más poderosos de México.
Poco ayudó a la defensa el segundo testigo protegido, Miguel Ángel Martínez, El Gordo o El Tololoche, quien comenzó en los años ochenta como piloto y terminó como uno de los principales lugartenientes de la logística administrativa del imperio de El Chapo.
Con un salario anual de un millón de dólares, más un Rolex de diamantes y otros regalos ocasionales, Miguel Ángel Martínez, quien dijo no tener madera para ser capo, se refirió a su ex jefe siempre como “el patron” o el Sr. Guzmán, aunque confesó odiarlo desde que lo mandó matar cuando lo arrestaron en 1998.
Algunos dicen que porque para sufragar los costos legales de su arresto El Tololoche vendió sin permiso una casa habitada por una de las amantes de Guzmán, que El Chapo había puesto a su nombre; otros, más acertados, apuestan que fue para evitar que hablara.
“Nunca le fallé”, dijo. “Nunca le robé. Nunca le traicioné. Cuidé de toda su familia. Lo único que recibí de él fue cuatro intentos de homicidio a mi persona y eso sin haber dicho nada”.
Efectivamente, El Gordo protegió el negocio y a la entonces esposa e hijos de El Chapo cuando éste fue arrestado por primera vez en 1993, luego del asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas, y sobornó con hasta 40 mil dólares mensuales a directivos sin nombre de Almoloya y luego de Puente Grande, permitiéndole al capo el uso irrestricto de teléfonos, comida y ropa especial y la visita de sus cinco esposas, aunque supongo que no todas a la vez.
Guzmán le pagó con dos apuñalamientos fallidos en el Reclusorio Oriente, y un navajazo en la cara seguido de un performance macabro cuando fue trasladado al Reclusorio Sur: una noche, mientras dormía, comenzaron a sonar desde el patio las notas del corrido favorito del Chapo: "Un puño de tierra". La serenata duró cerca de ocho horas.
A la madrugada un asesino apareció afuera de su celda, apuntándole al custodio para que la abriera. Éste dijo no tener la llave, tras lo cual el sicario arrojó dos granadas a la puerta. El Gordo sobrevivió apenas, escondiéndose atrás del retrete.
Martínez declaró que la coca llegaba desde Colombia por avión y que, en los años noventa, ellos se encargaban de transportarla a través de la frontera con Sonora por túneles, o por carretera en latas de chiles jalapeños marca “La Comadre”, clonadas de una empresa real.
El tráfico se daba principalmente a través de la garita de Agua Prieta, por donde pasaba el 95 por ciento de la mercancía —de 20 a 30 toneladas o cerca de 500 millones de dólares anuales—, habiéndoles sido entregada la plaza por la policía mexicana.
En las latas se cargaban dos medios kilos del polvo, plastificados y encintados, rodeados de grava para dar el peso y el sonido; los trabajadores tenían que turnarse seguido porque al comprimir la pasta para su empaque volaban nubecitas blancas que pronto los dejaban fuera de servicio.
Ante la pregunta del fiscal, El Gordo contó haber visto a El Chapo dar múltiples órdenes de asesinato. Guzmán solía decirle que o llora tu mamá en tu entierro, o llora la de alguien más.
Pero en la vida de un capo no todo es trabajo duro: Martínez testificó que Guzmán iba a Suiza a inyectarse un coctel de sustancias anti envejecimiento; que disfrutaba el whisky, la cerveza y el cognac; tenía una 38 con cachas de oro con sus iniciales en diamantes; que era dueño de casas en cada playa mexicana —la de Acapulco se valuó en 10 millones de dólares— y de ranchos en cada estado del país; mandaba hacerse narcocorridos cuya producción le costaba entre 200 y 500 mil dólares por pieza; regalaba de navidad decenas de Thunderbirds, Cougars o Buicks, al gusto de sus empleados; viajaba en un yate discretamente llamado “Chapito”; mantenía a cuatro o cinco mujeres y a sus respectivas familias; su casa contaba con alberca, canchas deportivas y un zoológico con gatos grandes; viajaba con una veintena de pistoleros por Sudamérica, el Caribe, Europa y Asia, apostando en grande en Macau, todo con pasaportes, identificaciones e incluso una visa gringa falsa, hecha con máquinas de tecnología de punta que el cártel había adquirido en Europa
Para solventar ese estilo de vida El Gordo dijo haber depositado casi 10 millones de dólares mensuales en bancos capitalinos, a cuyas sucursales llegaba con maletas Samsonite retacadas de billetes. A los atónitos funcionarios les decía que no se preocuparan, que era un simple agricultor de tomates, tras lo cual les extendía parte del contenido de la maletas.
A Martínez no le gustaba la mota, pero dijo consumir hasta 4 gramos de coca diarios, al menos hasta 1995, cuando se le perforó la nariz y comenzó a usarla más esporádicamente. En los años noventa el cartel ya había dejado atrás el tráfico de marihuana: el kilo de coca se vendía, dependiendo de la calidad y de la localidad, en entre 15 y 25 mil dólares una vez cruzada la frontera, a diferencia de los 5 mil que obtenían por el mismo pero mucho más voluminoso kilo de mota.
Contó que alguna vez buscó entrar en el tráfico de heroína blanca tailandesa, a 130 mil dólares el kilo, pero regresando a México fue identificado por agentes encubiertos de la DEA, quienes dieron aviso a la Policía Federal que ya lo esperaban al aterrizaje. Cuando les dijo que trabajaba para El Chapo, lo dejaron libre.