El cártel más reconocido en México y en el mundo cambia de piel. Con la generación de los fundadores muertos, presos o desaparecidos, ha emergido una nueva casta de líderes tan jóvenes que nacieron entre 1996 y 2004 y que representan un reto inédito para las autoridades encargadas de la seguridad pública.
En marzo de este año, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos oficializó entre sus documentos a esa siguiente generación del también llamado cártel del Pacífico.
Por su parte, funcionarios estadunidenses acusaron a dos hermanos —Arturo D’Artagnan y Porthos Marín González— de ser líderes en operaciones de lavado de dinero y compra de fentanilo a través de un negocio de venta de celulares llamado Smart Depot en Culiacán, Sinaloa. Sus edades: 27 y 28 años, respectivamente.
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No se trataba de los únicos “niños de los 90” en el documento oficial: ahí está también Adilene Mayre Robledo Arreondo, de 28 años, nacida en 1997, cuyo rol en el cártel es de concretar tratos millonarios de fentanilo y reclutamiento de vendedores de drogas. Además de Jesús Tirado Andrade, nacido en 1996.
Así como los hermanos Edy y Alexis Vergara Meza, fichados por Estados Unidos como influyentes narcotraficantes, con fecha de nacimiento en 1992 y 1996.
Esta es una generación distinta. No son los menores de edad que fueron reclutados para laborar en los peldaños más bajos del crimen organizado, como el halconeo o la venta de drogas al menudeo, sino que se trata de líderes con complejas tareas de las cuales depende el éxito financiero de la empresa criminal. Los jóvenes directores de la delincuencia.
“Esta nueva generación que nació en los 1990, los 2000, tienen toda la vida viviendo con los actuales niveles de violencia. Si alguno de ellos nació en 1997, ellos tenían 10 años cuando Felipe Calderón lanzó la ‘guerra contra el narco’. Crecen y conocen la violencia como algo normal. Es su ambiente natural”, opina Ioan Grillo, autor de varios libros sobre narcotráfico, entre ellos, “Caudillos del Crimen”.
En México, un año antes de la publicación del Departamento del Tesoro de Estados Unidos, una detención en Culiacán, Sinaloa, daba cuenta de ese cambio de guardia: la mano derecha de Néstor Isidro Pérez Salas o El Nini —ahora ex jefe de seguridad de Los Chapitos— conocido como El Humberto había caído tras meses de una discreta persecución.
La fotografía que mostró la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) en su comunicado exhibía sus rasgos aniñados.
Nacido en el 2001 y con apenas 23 años, El Humberto tenía una ocupación clave para la supervivencia de los hijos de Joaquín El Chapo Guzmán: coordinar el trasiego de armas largas desde Estados Unidos hasta Sinaloa para armar a La Chapiza, el pelotón de jóvenes que se encarga de la seguridad de Iván Archivaldo, Jesús Alfredo y Joaquín Guzmán López.
Para que ese flujo de armas no parara, El Humberto contaba con jefes de plaza desde Sinaloa hasta Arizona. La mayoría de esos líderes tenían claves de patrón y estatus de jefe. También actas de nacimiento fechadas del 2002 al 2007.
Cambio de táctica
El cambio de generación no son sólo dígitos en la edad de los más buscados. Su juventud implica un reto para cualquier estrategia de pacificación.
Una diferencia notoria es que los fundadores del cártel de Sinaloa, y otros viejos liderazgos, entraron al crimen organizado para huir de la pobreza que azotaba en el siglo pasado a la zona del Triángulo Dorado. Joaquín Guzmán Loera, Ismael Zambada García, Rafael Caro Quintero, quienes provenían de comunidades paupérrimas, nacieron sin poder y desde niños abandonaron la escuela.
Al contrario, la siguiente generación nació en familias con enormes fortunas gracias a sus negocios ilegales. Desde pequeños aprendieron a moverse en círculos de poder con políticos, empresarios e influencers y asistieron a los colegios más caros en los que aprendieron idiomas y negocios internacionales.
Para ellos, los programas sociales para “atender las causas del delito” no son un disuasivo para delinquir, aseguran expertos. Comida, estudios y dinero en la bolsa siempre han tenido.
“Hubo un cambio de estafeta hereditario en el cártel. Y vino una generación distinta. Yo soy escéptico de las becas y los apoyos, porque si de verdad las transferencias directas fuera la receta para la paz, este sexenio no habría terminado como el más violento de la historia moderna de México”, asegura Víctor Hernández, especialista en seguridad nacional de la Universidad Panamericana.
A diferencia de la primera generación que buscaba romper con el círculo de la pobreza, la nueva casta va detrás de la reputación. Para Víctor Hernández, una clave para adaptar las nuevas políticas de seguridad a los nuevos tiempos está en observar lo que hacen las Fuerzas Armadas.
“El Ejército y el narco reclutan de la misma manera. Del lado de las Fuerzas Armadas está el ofrecimiento de la estabilidad laboral, mientras que el crimen organizado ofrece intensidad laboral: hay buen dinero desde el principio, aunque desde las coordenadas de la Ciudad de México un sueldo de 30 mil pesos al mes no parezca mucho. Ambos ofrecen estatus: el Ejército pone el uniforme y los desfiles; el narco, la pistola, la narcocultura. Ahí hay una explicación”, afirma.
Narcos y nativos digitales
En el Desierto de Sonora, entre Caborca y El Sásabe, hay un jefe de plaza del cártel de Sinaloa que los traficantes de migrantes conocen como El Cesarín. En cambio, los agentes migratorios en Arizona le llaman El Chiquilín. Polleros y policías lo describen como ambicioso, sanguinario, aficionado a las camionetas de lujo y ropa de marca.
Sería una descripción genérica para cualquier mafioso de la zona, pero resalta por dos datos: no rebasa los 25 años y se apellida Quintero, que allá es tanto como ser hijo de un rey.
Su tropa es aún más pequeña, aunque eso ya no sorprende en el norte de Sonora, donde es cotidiano ver a halcones en la pubertad que reportan a checadores adolescentes.
Esos que el crimen organizado llama “desechables”. Rafael Prieto Curiel, del Instituto Matemático de la Universidad de Oxford, calculó que las organizaciones criminales en México tienen actualmente entre 160 mil y 185 mil miembros. Y quienes entran a un cártel tienen una probabilidad de 40% de ser asesinados o encarcelados al cabo de 10 años.
Sin embargo, la nueva casta de veinteañeros tiene otras cifras por ser generales del crimen organizado y no soldados. A los liderazgos veinteañeros les rodean pactos con autoridades, apellidos de alcurnia criminal y riquezas para tener una vida holgada, mientras la base de la pirámide pelea por sus negocios. Aprendieron los errores de los viejos y son más rápidos, ágiles y mortales.
“En el país invertimos muy poco en seguridad. México pone el 0.62% del PIB en lucha contra la violencia, policías, jueces y sistema penitenciario, lo cual está muy por debajo de lo que otros países de la OCDE están invirtiendo (Costa Rica el 2.5%). Queremos con pocos recursos hacer magia y eso nos da malos resultados”, asegura Prieto Curiel.
Pese a las dificultades, “los niños de los 90” tienen una debilidad: son nativos, no migrantes, digitales. La vida en internet es tan intensa como en las calles y eso debería contemplarse en todos los rincones de una nueva política de seguridad.
“Ellos tienen el ímpetu de tener sus propias redes sociales. Y la imprudencia de subir sus fotos, sus armas, hace fácil a las áreas de Inteligencia encontrar a esa gente. El problema es que en cualquier fiscalía de este país las áreas de Informática Forense o Ciberseguridad son diminutas. No son más de 20 personas por estado".
“Tenemos un problema, porque le hemos puesto mucha atención a los patrullajes aleatorios que requieren de miles de personas para tener presencia en el terreno, pero faltan perfiles técnicos en las áreas de Inteligencia”, opina Víctor Hernández.
El cártel de Sinaloa ha hecho un relevo generacional frente a los ojos del país. Falta que ese cambio generacional, y de enfoque, ocurra también en una nueva táctica para pacificar a México.
RM