A mediados de los noventa, Sergio González Rodríguez tenía una columna llamada Bajos Fondos, donde hacía crítica de restaurantes, que en realidad era otra forma de hacer la crónica de los cambios que experimentaba la Ciudad de México. En una nota de 1995, escribió a propósito de un nuevo restaurante, el Chisme:
“La colonia Condesa se ha convertido en una de las zonas de la capital más ricas en ofertas al paladar. Es la vertiente vernacular del Soho neoyorquino: bares, restaurantes, galerías, librerías, foros teatrales [...], cantinas, bares y antros de perfil dispersivo en alta desnudez. A tal grado es su fama que un viernes por la noche usted sufrirá para encontrar una mesa vacía en la media docena de sitios de moda en las inmediaciones del Parque México”.
Eso del Soho mexicano era una formulación exagerada pero sintomática del deseo de una generación de vivir en una ciudad global. El cambio era muy reciente. Todo había comenzado hacía poco más de tres años cuando abrió un pequeño restaurante argentino, Fonda Garufa
Fernando Ocampo y Ramiro Ruiz, dos jóvenes empresarios que tenían una librería en la colonia Roma, gozaban de la amistad de un argentino refugiado en México. El Vasco, como lo apodaban, vivía en la Condesa. Un día notó desde su ventana que se desocupaba un local en la calle de Michoacán, junto a una vulcanizadora, y pensó que sería un buen lugar para un negocio. Ocampo y Ruiz terminaron asociándose y montaron un lugar de carne asada, pastas y ensaladas.
La Condesa venía de una época muy mala. Después del temblor de 1985 se había vaciado. Y los únicos restaurantes por la zona eran el Sep’s, de comida alemana, y el Balatón, de comida austrohúngara, dos reliquias del pasado de un barrio que fue centro de la migración judía. Estaban también los tacos de El Farolito y El Tizoncito. Y las viejas cantinas Xel-Ha y El Centenario.
“Si querías cenar algo, tenías que llegar al Vips o a ponerte el saco y la corbata e ir hasta un restaurante del sur”, recuerda Ramiro Ruiz.
Las primeras mesas en la calle
Fonda Garufa abrió en febrero de 1992. Pronto quedó claro que El Vasco, que tenía dotes de cocinero, no tenía ninguna de administrador, y en poco tiempo abandonó el restaurante para ocuparse de un hotel en Real de Catorce. Una amiga de Ocampo y Ruiz los puso en contacto con Ernesto Zeivy, un joven pintor que había trabajado en restaurantes de Nueva York, para que se hiciera cargo del local.
Zeivy cuenta que cuando llegó a Garufa, la cocinera era la persona que hacía la limpieza en la casa del Vasco, y al mesero había que irlo a perseguir a la esquina para que se ocupara de las mesas. Además de poner orden, introdujo dos cambios que hoy parecen bobos pero que resultaron innovadores, inspirados en su experiencia en el extranjero. Contrató a la guapa novia de su hermano como mesera y sacó a la banqueta dos mesitas y unas sillas.
Boris Viskin, otro joven pintor que vivió en Israel y Florencia, estaba de regreso en la ciudad y se había instalado en un edificio familiar en la calle de Acapulco que se dañó por el temblor de 1985: hubo que quitarle cuatro pisos y estaba en venta. Cansado de cenar en el Sanborns, iba de camino al Sep's cuando se encontró con el nuevo restaurancito con las mesas en la calle. Era tan raro que le llamó la atención y se sentó a cenar. Fue uno de los primeros clientes.
Allí conoció a Zeivy y se conectó con él por el lado de la pintura. Viskin se convirtió en uno de los clientes más asiduos. Aquella era la época en la que comenzaban los conciertos masivos y un famoso grupo de rock iba a presentarse en el Nuevo Foro Autódromo (hoy Estadio GNP Seguros). Zeivy tenía boletos y le pidió a Viskin si se podía encargar de las mesas del restaurante. Fue una de las primeras noches que la Fonda Garufa se llenó. “Ernesto regresó y dijo '¿qué está pasando?’. Pero bueno, intenté ser un buen mesero. Fue curioso que se llenara precisamente esa noche y creo que a partir de ese momento la Garufa pegó”, dice Boris.
En esa época, el restaurante tenía listas de espera de hasta dos horas. Se había convertido en el primer centro de reunión de los jóvenes inquietos de la clase media. Toda proporción guardada, era lo que el Café La Habana había sido para la generación de Roberto Bolaño. “Un grupo de artistas son clientes asiduos de este lugar”, decía una reseña, “quizá sea porque encuentran en él un espacio para exponer sus obras, porque de vez en cuando pagan sus deudas con cuadros o porque el olor a mantequilla que sale del horno conquista a cualquiera, aunque no pinte ni sea intelectual”.
Debido a un malentendido respecto a la participación de las utilidades, Zeivy dejó la Garufa en 1994. Ya había visto un pequeño local a unas cuadras de allí, que había sido una pulquería y ahora era un lugar de comidas corridas en la esquina de Amatlán y Vicente Suárez. En medio de su luto por haber dejado el otro negocio, Zeivy consiguió dinero y junto con Boris Viskin tomó la decisión de abrir un bistró. Viskin y Zeivy ofrecieron un adelanto de rentas y pocos meses después abrió el Café La Gloria. Junto con la Fonda Garufa, La Gloria se convirtió en ese lugar informal, que era al mismo tiempo cosmopolita, pero tenía un sabor de barrio.
Pero más que la Garufa, su calendario de exposiciones de arte lo consolidó como el restaurante de los artistas, los arquitectos, los actores y los escritores. Las mesas en la calle eran el sitio ideal para mirar el renacimiento de la colonia y tomar el pulso de esa efervescencia de cultura joven, como no la había visto la ciudad.
Los vecinos de la colonia Condesa
También era sorprendente que la zona experimentara un renacimiento en medio de crisis políticas, económicas, de seguridad y en medio de un deterioro urbano general.
A principios de 1994, se había levantado en armas el Ejército Zapatista de Liberación Nacional; en marzo el candidato del PRI, Luis Donaldo Colosio, fue asesinado en Tijuana y en septiembre el Secretario General del partido oficial, José Francisco Ruiz Massieu, fue abatido en las calles del centro. En diciembre vino una devaluación, que provocó una crisis económica y un aumento de las tasas de interés. Por lo demás, la policía capitalina era percibida tan corrupta como siempre, las calles estaban inundadas de armas y asaltos, robos de autos, robos de bancos, secuestros y secuestros express. Además, la zona central de la ciudad experimentaba un declive general. Entre 1970 y 1990, las delegaciones del centro habían perdido su población a una tasa del 2.2 por ciento anual.
Los antiguos vecinos de la Condesa no sabían cómo interpretar estos cambios. Las organizaciones vecinales estaban preocupadas, por ejemplo, por la falta de alimento para los patos del Parque México a raíz de la crisis económica. Los vecinos se organizaron y juntaron pan, tortillas y lechuga para alimentarlos. “Salinas se llevó todo y no dejó ni presupuesto para los patos, que ni siquiera tienen la culpa de las cochinadas de los políticos”, dijo Juan Montiel, paletero del parque, a una reportera del periódico Reforma. De manera más escandalosa, los mismos vecinos hicieron una manifestación unos meses después en contra de la proliferación de giros negros en las inmediaciones de la colonia.
La manifestación chocó con otra de los miembros de la Unión Única de Bares, Cabarets, Discotecas y Similares, que marcharon al ritmo del “Mariachi Loco”, para defender sus puestos de trabajo. En el fondo del asunto, los vecinos, dirigidos por un tal Vicente Villamar, experimentaban una especie de pánico moral por la prostitución de transexuales y gays en calles como Baja California, Campeche y Avenida de los Insurgentes.
En junio de 1996, el delegado Alejandro Carillo Castro –un político del PRI conocido, entre otras cosas, por su relación con la conductora Talina Fernández–, hizo un recorrido por la Condesa y se encontró con 100 vecinos que se congregaron para presentarle las quejas sobre los restaurantes que invadían las aceras con sus mesas. Según una nota de la prensa: “Los vecinos esperaron desde temprano la visita del delegado a fin de solicitar que los restaurantes en la Condesa cierren más temprano, pongan música menos fuerte y se impida que las calles se conviertan, por la noche, en un inmenso estacionamiento”. Carrillo Castro dijo que los restauranteros tenían 180 días para rectificar su modo de operación, obtener un permiso para las mesas en la calle.
Unos días después, la delegación clausuró el restaurante Mama Rosa's, sobre la calle de Michoacán, en la misma acera que la Fonda Garufa. El sitio era de un joven rockero, Jack Chernitski, que ponía música de rock hasta altas horas de la noche y tenía más mesas en la calle que dentro del establecimiento. La clausura puso a los restauranteros y a las autoridades a dialogar y se llegó a un acuerdo de que no se quitarían las mesas siempre y cuando los restaurantes dejaran un espacio libre de 1.50 metros. Tenían hasta septiembre para regularse. Los restauranteros liberaron los espacios a regañadientes.
El presidente de la asociación local se quejó: "Vamos a tener que despedir gente, lo malo es que son estudiantes, porque no contratamos meseros, sino vecinos de la zona; en total serán unos 60 despidos… La verdad vamos a salir bastante lastimados”. Y así, comenzó un estira y afloja sobre el espacio público.
En julio, el delegado hizo otro recorrido con los vecinos y declaró en la prensa que el restaurante que no cumpla con las disposiciones de las aceras y no cuente con estacionamiento propio o contratado sería clausurado.
En la víspera de que se cumpliera el plazo, el delegado se apersonó en la colonia, rodeado por la prensa, cerca de 45 camiones de volteo y 300 trabajadores de la delegación que comenzaron a desmantelar con sierras, soldadoras, picos y palas las terrazas de 46 restaurantes de las colonias Condesa, Hipódromo, Hipódromo Condesa, Roma y Roma Sur. El operativo duró más de siete horas. Tal vez Carrillo Castro pensaba que el barrio festejaría la mano dura. En realidad, fue el inicio de una batalla por dos conceptos de ciudad, cuyo resultado definió los fenómenos que vivimos ahora.
La batalla de la Condesa
El día del operativo, Ramiro Ruiz estaba con su hijo de ocho años. El niño se asustó por la brutalidad de las maniobras. Trozaron las lonas, aventaban las mesas, cerraron las columnas de los toldos. Viskin estaba también en el restaurante, pero Zeivy se había ido a Cancún con su novia. Según una crónica, la gente que se congregó a presenciar la destrucción de las terrazas cerró las calles de Michoacán, Atlixco y Tamaulipas.
En la tarde, los trabajadores comenzaron a destrozar con mazos una jardinera en la calle Vicente Suárez, lo que enfureció a los vecinos. Comenzaron a gritar “¡fuera, fuera!” e hicieron retroceder a empleados de la delegación. El camellón de Michoacán, las banquetas y las calles quedaron llenas de basura de la comida que se repartió a los trabajadores, así como arbustos y ladrillos rotos. Helicópteros de la prensa sobrevolaban la colonia para reportar el operativo. Al día siguiente, la noticia daba la vuelta al país.
Los bandos se atrincheraron. Los restauranteros se reunieron y decidieron montar una protesta; colocaron moños negros. Los dueños de los locales en el eje de Michoacán salieron a barrer los escombros y, cuestionados por la prensa, hicieron la cuenta de las pérdidas: entre enseres, jardineras, bancas y protecciones, cada restaurante perdió de 10 mil a 150 mil pesos.
A la una de la tarde los restaurantes cerraron las cortinas y realizaron una marcha. Sacaron las cacerolas, los cucharones, las tapas y los delantales y caminaron hasta avenida Revolución, parando el tráfico en distintos puntos. El pintor Gabriel Macotela encabezó una pinta de figuras blancas en el pavimento, la sombra de las mesas que el operativo había removido.
En los siguientes días, periodistas que vivían en la zona y eran clientes de los restaurantes, se pusieron de su lado. González Rodríguez, por ejemplo, escribió que lo acontecido se ligaba al clima político. Decía que el asunto no podía reducirse a un mero episodio de violaciones al reglamento, sino que revelaba el gesto autoritario del gobierno de la ciudad, por las elecciones del año siguiente. El golpe era un eco de la militarización del país por la lucha contra el narco y los movimientos guerrilleros. Criticaba al delegado por dejarse enredar por el conservadurismo de los vecinos, pensando que ganaba clientela política. Así resumía el fondo de la cuestión:
“El florecimiento restaurantero en la Colonia Condesa ha ofrecido –con todos sus contrastes– una muestra de convivio inusitada. Por razones históricas, la Ciudad de México ha sido, en términos de servicios de ocio y tiempo libre, una ciudad proclive al encierro, dispersa, fragmentada, ajena a los paseos. La ganancia de las banquetas por los restaurantes y bares ha contribuido a la apertura de los espacios de convivencia. Sin duda hay vecinos inconformes [...] y están en su derecho de manifestar su descontento. Lo que resulta reprobable es que entre los inconformes se aliente el apoyo a los recursos violentos”.
En las siguientes semanas, en los medios se discutió el modelo para el barrio. Mientras los vecinos agradecían a las autoridades, algunas notas hacían hincapié en lo deslucida, triste y deprimida que se veía la Condesa. “La Condesa hospitalizada” fue la cabeza de la crónica de Guadalupe Loaeza. El título de la columna de Sergio Sarmiento era “La Condesa en guerra”. Los urbanistas opinaron en los medios que en el barrio no se podía seguir viviendo como en los años cincuenta; era obsoleto oponerse a los cambios que favorecían la convivencia más intensa en el espacio público.
Hasta la periodista Alma Guillermoprieto, ocupada en sus grandes reportajes para el New Yorker, se sintió en la necesidad de intervenir para poner su granito de arena. No estaba de acuerdo con el uso de la fuerza, pero hablaba de los abusos de los restauranteros y su hipocresía capitalista. Pero los restaurantes en sí mismo eran una buena noticia, con sus meseros de clase media:
“Estamos acostumbrados al absolutismo, y todo lo vemos, y lo reportamos, en términos del bien y del mal, de buenos y malos, de opresores y oprimidos. Cuando las cosas se plantean así la única manera de resolver un conflicto es eliminando a uno de los conflictivos”, escribió. Había que reconocer que todos tenían un poco de razón, y que todos, teniendo la razón, debían ceder un poquito.
Vecinos, restauranteros y autoridades celebraron varias reuniones para ponerse de acuerdo. El asunto terminó en la recién nacida Asamblea de Representantes del Distrito Federal. La Comisión de Administración Pública llamó a comparecer al delegado Carrillo para que explicara el operativo y luego se manifestó por revisar el reglamento, para permitir el regreso de las terrazas pero con mayor orden. A la comparecencia, que se celebró a mediados de octubre de 1996, asistieron los restauranteros vestidos con ropa de faena. A inicios de noviembre, los asambleístas decidieron modificar la Ley de Establecimientos Mercantiles para que regresaran las mesas a la calle.
El requisito era que los dueños cuenten con licencia de funcionamiento expedida y que sus terrazas fueran desmontables. El asunto terminó en un acuerdo que se firmó entre todas las partes, cuyo testigo de calidad fue la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.
Aquí se inventó una manera de habitar la ciudad
Cuando camino hoy por la calle de Michoacán, pienso en el triunfo cultural de esta zona pero también en su deriva urbana. Triunfo cultural porque de aquí nació, producto de las aspiraciones globales de sus jóvenes, una forma de habitar la ciudad que se ha reproducido en otras zonas centrales, con sus consecuencias buenas y malas, pero cuyas discusiones aún hoy resultan familiares. Deriva urbana porque de aquella vitalidad casi no queda nada.
Apremiados por la falta de clientes, Zeivy y Viskin traspasaron La Gloria, que ahora está cerrada. La Fonda Garufa se expandió y ahora tiene una hermosa terraza que da a la avenida Michoacán, pero el precio de la renta está a punto de tragarse el negocio.
Alrededor del mercado Michoacán desaparecieron los simpáticos lugarcitos locales; ahora hay un Cinabon, un Domino’s Pizza, una tienda de productos alimenticios GNC y un Starbucks. El resto de los locales ofrece cerveza barata y comida mala.
Cuando le pregunto a Ruiz y a Ocampo que pasó, me dicen que distintos golpes fueron mermando la zona: la primera pandemia de A1HI, el terremoto de 2017 que derribó algunos edificios y dañó otros, el covid-19 y el cierre de oficinas, y la extensión de la oferta de ocio hacia otras partes de la ciudad. En cualquier caso, me gustaría pensar que, por lo menos, debería de haber por allí una plaquita conmemorativa que diga:
“Aquí se inventó una manera global de habitar esta ciudad”.
GSC/AMP