Rosa Julia Leyva Martínez se encuentra atada a un tanque de oxígeno desde hace más de cinco meses. Su limitada movilidad por las secuelas del covid-19, por pesar 118 kilos, y estar encerrada, por su frágil salud, en casa, la trasladan, inevitablemente, a ese pasado en el que estuvo 13 años en la cárcel y sufrió todo tipo de vejaciones al grado de que estaba “por borrar de mi memoria el camino a casa”.
“Goris”, como cariñosamente la llaman sus amigos, es un ejemplo de reinserción social y de resiliencia, por ello, tiene una plaza en el Sistema Penitenciario Federal donde se dedica a dar talleres de teatro a los reos de máxima seguridad desde hace 10 años; incluso, su labor la llevó ofrecer en 2014 un discurso en Washington, DC, sobre su historia y proceso legal ante embajadores y funcionarios de la Organización de Estados Americanos (OEA).
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Leyva Martínez pensó que ya había librado todas las batallas más severas de su vida y no imagino que durante las primeras horas de 2021, un virus contraído, a pesar de los cuidados extremos, iba a condenarla a perder libertad y a despertar viejos temores aparentemente enterrados.
No puede moverse como antes de un lado para otro, menos aún bajar más allá del tercer escalón, porque de inmediato se cansa y se fatiga. Llegó a temer morir en ese escalón al que se aferró.
El virus se convirtió en una especie de carcelero invisible y cruel que domina, ahora, su vida a pesar de tener 57 años de edad y de haber dejando muy atrás a esa joven analfabeta que salió engañada de un pueblo rural de Guerrero, cargando una maleta con drogas y fue condenada a a pasar parte de su vida en el Reclusorio Norte.
“Mi vida ha estado marcada por la tragedia. Un día vine a la ciudad con gente que conocía y me utilizó como mula. Caí en el Reclusorio Norte por narcotráfico. Estaba por terminar el 1992, el año que perdí mi libertad. En la cárcel viví, eso creía, lo más fuerte que me ha pasado en la vida. Hoy vuelvo a sentir algo parecido.
“Yo creo que estar en la cárcel y tener covid son exactamente lo mismo. Son como una hiena que acaban con todo lo que tienes. El covid acaba con todos tus órganos, con la motricidad y con las neuronas, con la salud mental. No puedo articular muchas palabras. Algo parecido me pasó en la cárcel, de repente, olvidaba todo, incluso, estaba borrando de mi memoria el camino que me lleva a casa”, explicó en entrevista con MILENIO.
“En la cárcel jamás estás en paz. Vives un infierno. Lo peor es desear dormir y no poder. Las primeras noches me preguntaba porqué llegué a este lugar, la respuesta la supe después, por ser mujer, por no saber leer ni escribir. Hoy estoy como en aquellas primeras noches, no puedo dormir porque me falta el aire, mis pulmones están muy dañados, el cansancio me mantiene inmovilizada”, explicó Leyva Martínez, sentenciada a principio a 25 años de prisión por narcotráfico y cuya condena se redujo casi a la mitad gracias a que un abogado, llamado Vicente, acreditó que “no conté durante el proceso con traductor”.
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En la cárcel, “la costeña”, como le decían por su tono de hablar, aprendió a leer y a escribir. Logró sacar la primaria con 9.7 de promedio, luego participó en concursos de cuentos penitenciarios, como el de José Revueltas.
Sus historias estaban hilvanadas del dolor de sus compañeras, mujeres que crecieron en medio de los basureros, con historiales de violencia y de abandono de sus propios padres. “Muchas regresan a la cárcel porque al menos ahí hay comida podrida y afuera no tienen ni perro que les ladre”.
También sus relatos tienen ecos en su vida en la cárcel, de su niñez feliz con dos padres estrictos pero amorosos, sin malicia.
Pero al convertirse en “mula” todo cambio y comenzó a acumular episodios en su vida que desea borrar de su mente, como la violación que sufrió casi de inmediato al ingresar a la cárcel.
“Yo decía eso no me pasó. Pero estaba agobiada con el olor de ese hombre, no sé, olía como a naftalina. Ese episodio me marcó”
Hoy, aunque es más fuerte, el sentir esa falta de aire por las secuelas del covid-19 la llevan a recordar años de episodios cuando ese depredador colocó sus rodillas sobre su cuerpo para someterla, sacarle el aire. “He recibido mucha ayuda de psicólogos y de psiquiatras, bueno hasta he ido con gente que hace regresiones” y no puede evitar recordar aquella ocasión en la que corrió con la terapeuta de la cárcel porque su negación la estaba matando.
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“Ella me dijo: Rosa qué andas vendiendo. En ese tiempo vendía artesanía para sobrevivir. Le respondí, vengo porque me estoy muriendo y mi cuerpo ya no canta, ese día lloré, no paré de llorar, de hecho, llore tanto y entendí el objetivo de hacer teatro penitenciario”
Nunca pudo acreditar la violación porque los registros médicos indicaban signos vitales normales y sin lesiones. “Yo fui torturada, violada, pero nunca se acreditó, lamentablemente”, relató mientras arma algunos sacos de jabones para poder costear su enfermedad.
“Salir positiva a covid me aterró como pocas veces, eso sucedió el 3 de enero, cuando llegué al Autódromo Hermanos Rodríguez con dolor de huesos y de cabeza, diarrea y sudoración, falta de aire y una tos que ni Dios Padre me la quitaba.
"En ese lugar también vi cosas horribles: a un adulto mayor levantó sus manos hacia el cielo y gritó '¡no, Dios mío, no, ya no puedo con esto Dios mío!' y se desplomó con todo y el tanque oxígeno que lastimó su tobillo”.
Leyva Martínez no está dispuesta a darse por vencida. Su carcelero, el virus y ahora las secuelas, siguen afectándola pero su deseo es volver a retomar sus talleres penitenciarios donde trabaja con reos muy conocidos de alta peligrosidad a los que intenta encontrarse con sus propias emociones y ser empáticos con el dolor ajeno. Volver al arte para sanar.
FS