Ayer fui a buscar a esa gente que, sin proponérselo, ha hecho mi vida más llevadera, gente de la que no sabía nada desde que se soltó la pandemia. Comencé por doña Judith, la cocinera más exacta de la colonia Centro.
“Nunca cerré, si no hubiera quebrado”, me dijo de entrada y preocupada porque bien sabe que la crisis apenas comienza. “Las ventas se nos cayeron 70, 80 por ciento, apenas sale para pagar medios sueldos”.
Doña Judith estaba preparando unas tortitas de papa mientras me decía que no recordaba tiempos tan difíciles. “No hay nada que se le parezca, esto es otra cosa”, me dijo y enseguida me platicó que a sus clientes no los había visto desde Semana Santa. “Ojalá que no hayan perdido el trabajo, ya ve que ahorita nomás los burócratas tienen asegurado su sueldo”.
¿Y usted qué tiene asegurado?
—Que le vamos a batallar.
De la calle de Iturbide, frente al cascarón del Palacio Chino, pedaleé hasta el Monte de Piedad, donde encontré a un viejo conocido que trabaja de “coyote”. Es decir: se dedica a comprar/vender/negociar/ todo lo que el pignorante desea empeñar/refrendar/vender por fuera de la casa de empeño.
¿Y cómo va el día?
—De la chingada, mano. Parece como si la gente ya no tuviera nada qué empeñar.
¿Has ganado algo?
—Doscientos pesos: compré una boleta de joyería.
Coyote está pensando cambiar de sucursal. “En el Monte de Piedad que queda en División del Norte empeñan carros, casas; aquí es para la clase popular, aquí ya no hay feria, mano”.
Pedaleé y, a dos cuadras, frente al metro Allende, me detuve y entré a la Plaza de los Lentes. Una mujer me untó gel en las manos y un hombre me tomó la temperatura. Si salí con 29 grados centígrados, ¿entonces estoy muerto? Seguí mi camino y, metros adelante, me topé con don Manuel, dueño de la Óptica Afrid. Me dijo que estos meses siguió vendiendo por internet pero apenas movió el diez por ciento de la mercancía. “Sabe cuánto vamos a resistir”.
Don Manuel vendía ropa hasta que el mercado chino lo hizo cambiar de giro. Tiene doce años en el negocio oftalmológico. Y si otra vez debe mudar de piel, lo hará. “Leo que hasta el otro año saldrá la vacuna, así que la iré pensando”.
¿Y cómo va con la diabetes?
—A toda madre, quiero hacer pláticas por internet.
De La Plaza de los Lentes fui a La Plaza de la Belleza, en 5 de Febrero, pero un enorme letrero de la delegación anunciaba que estaba clausurada. A un lado entré a un negocio que se reconvirtió: dejó las cremas faciales por la venta de cubrebocas. “Tuvimos que renovarnos”, me dijo el tendero, un joven que hablaba de los diferentes tipos y modelos de cubrebocas como B. B. King hablaría de las Les Paul. “Esta es la mercancía de moda”.
Pedaleé hasta Izazaga, buscando el outlett de Levi’s, donde compro mis jeans, pero estaba cerrado y no hay para cuándo abrir. Volví a pedelar y no paré hasta la barbería Pantera Negra, en la colonia Roma. Entre otras cosas, Tania me contó que sus dos colegas, Beto y Cynthia, sobrevivieron estos meses cortando el pelo en sus casas. “Yo no trabajé porque vivo con mis padres”. Tania también me dijo que el arrendatario no les perdonó un solo centavo de la renta y que, si no fuera por las promociones que inventaron durante la cuarentena, seguro en este momento no tendrían dinero y cerrarían. “En unas semanas veremos costos, hasta entonces tomaremos decisiones”, me dijo Tania.
Por último fui con Pola, dueña del Café de Raíz. Apenas le pregunté cómo estaban las ventas, Pola casi lloró. “Dejamos de vender casi un 80 por ciento”, me dijo y hasta yo sentí desamparo.
Café de Raíz no está Uber Eats ni Rapi porque Pola prefirió que sus trabajadores repartan la comida y se ganen la propina. “Yo les pago su sueldo, a nadie he corrido ni voy a correr. Les digo que todos juntos vamos salir”.
A Pola la recuerdo en el terremoto de 2017, preparando la comida en la calle para regalársela a los rescatistas y a quien se acercara. “Hoy no tengo dinero para esas comidas, pero por cada 50 pesos que la gente me da, yo les cocino a gente que no ha comido: le doy al filetero, a los chavos sin casa, a las señoras que pasan por aquí con sus hijos”.
Entonces Pola me contó que el otro día le cocinó a un señor que venía de Azcapotzalco, que sus hijos lo habían echado de la casa y que no tenía trabajo.
“Y un muchacho de la calle, que también le he dado de comer, se acercó, oyó la triste vida del señor, sacó una lata de atún de una mochila y se la regaló. El muchacho luego me dijo: ‘él sí estaba bien jodido’”.
Cuando regresé a casa y mi mujer me preguntó cómo me había ido, le respondí que, pese a todo, seguían sonriendo, viviendo y algunos, aún sin tenerlo, le ayudaban a la gente.
ledz