“Mirones” llamaba el fotoreportero Enrique Metinides a las multitudes que se arremolinaban en torno a los cuerpos inertes que retrataba en la Ciudad de México. Los mirones se reúnen siempre alrededor de los hechos, sean éstos sangrientos o no, puede conocérseles también como espectadores y, como analogía, el mirón de la fotografía de prensa sería en el mundo del cine el extra, esos personajes que, pasando desapercibidos, dan vida a los sucesos, son los acordes secundarios que posibilitan la totalidad de la melodía.
La gracia de algunos fotógrafos es, como fue el caso de Metinides, que les dieron relevancia y los pusieron en el mismo estrado que “el hecho”. El Hecho, con mayúsculas, abarcó entonces en las imágenes de estos fotógrafos, la totalidad de la vida social y no solo el ruido. Estas reflexiones me venían a la cabeza mientras esperaba que asomaran esos otros mirones desde sus ventanas (el fotógrafo como mirón, esperando a los mirones), familias, habitantes de los edificios que componen el conjunto habitacional Nonoalco Tlatelolco.
Desde mediados de marzo se declaró la emergencia sanitaria y muchos, la mayoría, de los ciudadanos del antes Distrito Federal, guardan refugio en sus casas, se protegen desde sus hogares de un enemigo invisible que los amenaza potencialmente (esto, al menos, en su imaginación pero con eso basta), en todas las esquinas y detrás de cualquier estornudo, todo transeúnte amigo o enemigo, pío o impío, podría ser el portador, transmisor y “causa de mi desgracia”.
En las breves tardes que pasé, como un voyeurista inexperto, esperando sigiloso a que estos mirones asomaran a sus ventanas, y ante las miradas de escrutinio y sospecha que comenzaba a despertar ya en algunos vecinos, sobre todo en esas vecinas mayores que gustan de pasear a su perro french poodle, y que me reconocían de días previos ahí, esperando, mirando y apuntando con el telefoto a las distintas ventanas de dos edificios cuando alguien asomaba, comencé a reconocer ciertos patrones, hábitos, rasgos de comportamiento de los personajes que deambulan por las ventanas.
Uno, por ejemplo, muy puntual, todos los días a las 19 horas, recorría los pasillos del edificio realizando un ritual extrañísimo: comenzaba persignándose desmesuradamente y con brusquedad en el primer balcón del pasillo, y repetía el mismo movimiento en el resto de los balcones con un gesto que, desde la lejanía (aunque lo tenía bien fijo en el telefoto) semejaba el momento preciso en que una carcajada se vuelve un grito de socorro. “Va a saltar”, pensaba yo muchas veces, e imaginaba después a los mirones que abandonaban la cuarentena para reunirse alrededor del cadáver.
Otro más, descamisado, un señor que tenía porte de ex militar, tendía su ropa en la ventana, siempre su toalla y sus pantalones, y aprovechaba para quedarse algunos minutos absorto en los escasos movimientos de quienes deambulaban por la plaza; otro salía una y otra vez en camisa de tirantes a reparar la antena del televisor, casi con la misma religiosidad y constancia con que el potencial suicida se persignaba. Otro se sentaba al borde de la ventana con un bong de vapor y después de dos o tres fumadas se quedaba mirando, no la plaza sino el horizonte, escaneándolo con la misma quietud con la que se desplazaban las nubes en el cielo.
Pero la mayoría podrían bien ser obviados por una mirada presurosa: un padre con su hijo en brazos, una mujer que fuma un cigarro tras otro, alguien que amaga con asomarse y después de posar la mirada un segundo en el exterior vuelve a guardarse como si el sol le quemara la retina, uno más que sostiene una llamada acalorada en el teléfono, está vestido de saco, quizá se trate de una llamada de negocios, pareciera que el mundo que mira detrás de su ventana es un mundo terrible y angustiante, otro más es apenas una silueta con sombrero en la noche.
Entre cuatro paredes, la gente que asoma parece buscar consuelo en su ventana para seguir ejercitando el acto de mirar. La mirada, al confinarse en estructuras y espacios tan cerrados como una casa habitación, busca instintivamente la amplitud, volver desde el confinamiento a emprender el vuelo a las alturas o al vacío, en un volado -como el ave malherida sabe que su brinco es un albur- así que se asoman a la ventana, a mirar o al menos a ver, a poner los ojos en el horizonte y recordarse que de alguna manera y después de todo el universo se sigue expandiendo; el Big Bang sigue rugiendo, que la vida sigue y que seguimos siendo minúsculos y eso, nos des-confina del otro encierro, el de nosotros mismos.
Texto y fotos de Pedro Anza/Cuartoscuro
ledz