Está sonando un temazo, pero mi cuerpo no se mueve como quisiera. Si me atrevo a bailar es porque en la pista todavía somos pocos. A una fiesta de fin de año nunca se llega temprano, pero yo quería alcanzar a ver a Sonido La Changa, ícono del sonidero en Tepito.
Le tocó abrir el cartel del “Baile Eterno”, una fiesta para recibir el 2024 en el Antiguo Hotel Reforma, en la colonia Tabacalera. Mi chica, burlona, me pregunta por qué no he ido a verlos al barrio, que si los güeros sólo bailamos donde nos sentimos seguros, que si la gentrificación alcanzó al baile, que si esta cumbia es para blancos.
Que diga que bailo es mucho. Soy nuevo en esto, desde que Los Ángeles Azules invitaron a una decena de artistas pop a cantar sus canciones. Sé que su origen se dio en la Colombia colonial con el mestizaje indígena y africano antes de expandirse a toda América Latina. Si no me sé mover, de menos he de soltar un dato. En la fiesta, de pronto, me envalentono cuando un chico con la camisa abierta hasta el ombligo se tropieza con los pies de su acompañante, mientras intenta sin éxito seguir un tremendo cumbión.
Hasta me aviento un par de vueltecitas. Olvidando que me crie en una familia clasemediera, me impulsa una absurda autoridad moral que atribuyo por tener una abuela que vivía en la colonia Culhuacán CTM, haber acompañado a mi mamá a comprar perfumes en Tepito, hacer la compra en el mercado de Jamaica y el tianguis del Eje 10. “¿Y ya por eso te sientes ‘barrio’?”, suele preguntarme Gaby, mi chica, cada que sale el tema; y más en esta noche, en que la fiesta le ha gustado tanto como una sátira de la calle.
Cuando Gaby pide una cerveza, en la barra le dicen que primero debe cargar una tarjeta cashless para pagar; cuando regresa le cobran la chela tres veces más cara que en la tiendita, y en el tema de la comida debe decidir si pagar 150 pesos por una rebanada de pizza o 120 por dos tacos servidos en hojas de tamal en lugar de platos.
La Changa, un ícono de la cultura sonidera
Bailar cumbia en la Doctores
Desde que venimos a este tipo de fiestas, Gaby tiene un extrañamiento constante: cada vez los morenos son menos. “¡Somos los que están trabajando en servicio y yo!”, dice.
“Onda Mundial” fue el primer evento de este tipo al que fuimos a bailar, tuvo lugar en el centro cultural Galera en enero de 2020. Lo latino ya estaba de moda y la gentrificación había alcanzado a la colonia Doctores. En una antigua imprenta se montó Galera con su biblioteca, restaurante, estudio de grabación y foro. Ahí se organizó el baile con un cartel que anunciaba a La Bruja de Texcoco y a Tropicaza de México; pero también con sonidos internacionales: F5, desde Uruguay, y Quixosis, de Ecuador.
Aunque éramos más chilangos, ya se escuchaban conversaciones en inglés. Uno de los meseros, que ‘dobleteaba’ esa noche, se las arreglaba para ofrecer sus servicios: a los mexicanos nos preguntaba bajito si queríamos perico, a los extranjeros les hacía una seña tallándose la nariz. En fiestas más recientes, el idioma ya no es tema: menús en inglés y meseros bilingües. En cuanto al otro tipo de recreación, los extranjeros ya llegan armados.
Pero la cumbia, que ha pasado de las tradicionales calles y barrios, en los últimos años no sólo se presenta a nuevos públicos en fiestas y conciertos para miles de personas; ya también ameniza restaurantes, cantinas y bares en colonias adónde llegaron los hípsters hace dos sexenios: la Juárez, Santa María La Ribera y la Roma-Condesa; y que también son parte del look & feel de taquerías finas.
“Es algo natural que suele suceder cuando algo se elitiza o entra en un círculo económicamente más redituable. Tiene mucho que ver esa dinámica de comenzar a lucrar con algo que antes no era lucrativo. Es un proceso inevitable también, socialmente normal”, considera Joyce García, directora del documental Yo no soy guapo (2018).
En aquella cinta, García sigue a los sonideros (los que amenizan fiestas de baile en las calles con ritmos de cumbia y tropical) y selectores (pinchadiscos que eligen qué cumbias reproducir); se centra en Guadalupe Tlacomulco Macías, alias ‘Lupita La Cigarrita’, en su esfuerzo por encontrar información sobre la primera mujer selectora de Tepito –el barrio duro del centro–, mientras defiende la tradición en las vecindades, entonces amenazada por las autoridades de la ciudad.
Muestra en primera línea la cultura de los sonideros, la documentación de los selectores para poner las cumbias más poderosas, el quehacer y la influencia que tienen Sonido La Changa y Sonido Duende en su comunidad. La hermandad, el goce, las luces, el jale, el sudor, los bafles, el baile.
El ’blanqueamiento’ de la cumbia y el sonidero
El disfrute de la música en el barrio contrasta con lugares como Palapa Cantina Caribeña, un restaurante con motivos retro de la colonia Juárez, donde la música toma un lugar secundario. Está sonando un temazo pero en la pista no hay quien lo valide.
Este domingo nadie se para. “La Cumbia de la Paz”, de Chico Cervantes, se pierde como música ambiental, quizá por eso la selectora arrancó su set con todo. “Presidente Dante”, con Larry Harlow; “20 Rosas”, de Los Ángeles Azules. Una chica de vestido blanco parece ser la única que repara en ella, pero sólo por unos segundos, los suficientes para grabarla con el celular para lo que seguramente será una historia en Instagram.
Un señor en sus 70 y blazer apenas mueve los hombros y hace un amago de baile sólo cuando se pone de pie para recibir a una rubia con vestido floreado y collar de oro. Los meseros sirven los aguachiles tatemados, el sándwich de arrachera y burrata, y los drinks cantineros prometidos en el afiche digital “Domingo sin bajón”.
Hay mimosas, playeras con tequila y vino espumoso, y un vaso de 250 mililitros llamado “chela cantinera”, con cerveza clara, limón, salsas negras, y escarchada de ajonjolí y chamoy; o sea, lo mismo que una ‘miche’ de a litro que encuentras en Tepito.
La gentrificación alcanzó al baile y la cumbia ha llegado a nuevos estratos, nacionalidades, públicos, e incluso ha sido abordada desde una visión más teórica, académica, intelectual y mediática. Digamos que llegó a lugares insospechados, ambientes que no serían los naturales, pero también es cierto que la visibilización ayuda a preservar.
En Yo no soy guapo se muestra cuando las autoridades capitalinas prohibieron el baile en honor a la Virgen del Mercado de la Merced, el 24 de septiembre de 2014. Según una nota de Excélsior, la medida se tomó porque en años anteriores hubo muertos y robos en las inmediaciones. Nueve años después, en octubre de 2023, el Jefe de Gobierno, Martí Batres, declaraba a la cultura sonidera Patrimonio Cultural Inmaterial de la ciudad.
“Un poco me doy un balazo en el pie, pero la película ayudó a entrar a un círculo más hípster, más joven, fuera del contexto natural del sonidero. Abrió mucha conversación. Me atrevería a decir que también abrió la documentación que antes no existía porque no estaba en ese mundo académico-intelectual”, dice García.
“Hay mucha conversación sobre de qué manera queremos que se conserve. Esa es la primera pregunta sobre el ‘blanqueamiento’ de la cumbia: si hacer algo implica que se blanquee y no hacer nada implica que se olvide, hay que encontrar un punto medio para que se haga de una manera benéfica hacia esa misma cultura”.
Te presto la cumbia, pero es mía
En Tonal está sonando “Estambul”, de Pacho Galán y su orquesta, y en la pista luce y reluce Horacio Marmolejo. Anda a la línea: tacuche, sombrero, mocasín. En esta terraza de la colonia Roma, la gente se hipnotiza con su baile. Él es pachuco pero de los de a deveras. Sus pasos y su vestimenta reflejan su cultura y filosofía. “Carnalismo, lealtad, honestidad, la familia, no sentirte más que nadie y nadie menos que tú”, puntualiza, lejos del estigma de padrote y marihuano que se le atribuía al pachuco a mediados del siglo pasado.
Marmolejo hace de todo: es cumbiambero, veterinario, pinchadiscos, bailarín folklórico, representante y defensor de la cultura del pachuquismo. Su alter ego ‘Ese Lacho Tarzanón’ nació para mostrar cómo era la música de antaño, lo que sonaba dentro de una vecindad en los años cincuenta. Antes de tocar, disfruta las rolas de la comunidad de selectores que participa en “tornas abiertas” y baila cerca de un trío de extranjeros.
Gaby y yo nos sentamos pero solo por un rato; desde el inicio se nos advirtió que a partir de las ocho ya estaba todo reservado, aunque a la hora marcada no había nadie más que dos chicas afroamericanas y el trío de güeros.
Antes del concierto estelar, pocos bailan, pero los selectores cierran filas: la comunidad es el primer público. De a poco se van sumando quienes degustan la coctelería de la casa –láctica, frutal y tropical–, que se inspira en bebidas ancestrales como el tejuino. La botella de cerveza cuesta 85 pesos, un caballito de mezcal, 230. Los comensales asiduos de la avenida Álvaro Obregón van tomando espacio y de a poco la fiesta y los ánimos crecen. Ellos sí pueden pagar una peda con esos precios.
‘Ese Lacho Tarzanón’, que se inició en las discotecas gracias a su abuelo melómano, no la ha tenido fácil frente a estos nuevos públicos. “Sí he entrado muchas veces en conflicto con tocar”, revela. “Mi esposa me ha dicho que si no me doy cuenta de que mi entorno está lleno de blancos”. Y como ejemplo habla de las transportadoras de vinilos que los DJs llaman case. Hasta hace poco, Lacho cargaba sus discos en bolsas del tianguis y carnicería, una de Los Reyes la Paz y la otra de Lomas de Altavista, rumbo a Texcoco.
“Todos me decían: ‘guau, güey, está increíble tu bolsa’, y no sé qué y la verga. Y yo: ‘no, güey, pues no es de que se vea bonita, de que es lo que tengo. A mí no me alcanza para comprar un case. Para mí es algo para salir del trote. Las personas de barrio, los que venimos de abajo, al final del día buscamos la solución y no nos damos cuenta si está bonito o no. Cuando voy a eventos, como dices tú, de gente blanca, les encanta decir: ‘¡es que no manches, tu tote bag!’. Y es como ‘güey, bolsa del tianguis, carnal’”.
Tocar frente a estas nuevas audiencias resuena con el punto medio del que habla la documentalista García. Lacho ha encontrado la manera de beneficiar su cultura a partir de su arte: cuando se aparece en el lugar, la gente le presta atención al pachuquismo; cuando baila, cautiva a todo el público; al tocar, enaltece su música y su raíz.
“Cuando toco cumbia, para mí, no es [decir] ‘aprópiense de lo mío’. Más bien es ‘mira, carnal, yo vengo de este estrato, de esta cultura y este entorno, te lo comparto para que lo disfrutes, gózalo, disfrútalo, pero al final del día no es tuyo, nomás te lo estoy prestando’. También estoy en contra de que la música sea para cierto sector. Como decía el compa Celso [Piña]: ‘la música es música’. Es para todos”, dice.
Siempre ha habido extranjeros en los ‘toquines’
Suena “Bocanegra” y se arma un pinche fiestón al ritmo de la banda Sonido Gallo Negro en el icónico salón La Maraka. En el poco espacio que encuentran, quienes agarraron pareja se las apañan para dar sus vueltas y quienes no, se la pasan a brincos. Un chico con peinado mohicano se quita la playera para ondearla al aire y el actor Daniel Giménez Cacho marca el tiempo con los brazos al aire. Imposible no pensar en la película Bardo (2022) con esta escena. En esta masa, es difícil definir quién es de aquí y quién de allá.
Al fondo del escenario se proyecta un alien, ilustrado en tiempo real por el músico y diseñador Dr. Alderete, que se suma a la psicodelia. En el fondo también han aparecido diablos, flores, calacas. La fascinación de quienes siguen a Sonido Gallo Negro es legítima: toda imagen y sonido habla del misticismo de la música tropical y urbana. Y en esta ofrenda que dan a la cumbia, el público participa.
Un chico moreno, cabello rizado, ha bailado toda la noche cerca de un par de amigas extranjeras. Poco a poco ha logrado acortar distancias. Sólo una de ellas habla un poco de español, pero lo suficiente para darse a entender con él. Al final el idioma es lo de menos porque el lenguaje indicado es el baile. Cuando la fiesta llega a su clímax y caen globos del techo, el chico y la güera bailan pegados; las manos de él recorren los muslos de ella.
“Siempre ha habido extranjeros en nuestros toquines, metaleros, gente más de barrio y esta cultura más hípster. Últimamente sí ha habido un crecimiento de este público, no quiero decir ajeno, pero sí proveniente de otros lados”, dice Gabriel López, de Sonido Gallo Negro.
“Tuvimos un poscovid en el que la gente se dio cuenta lo que implica estar encerrados y no poder disfrutar una fiesta. Ahora que se volvieron a tener las actividades sociales, la gente revalora más. En este tiempo, la gente miró mucho a otras culturas, la latina porque es mucho más de contacto”, explica Gabriel.
Además, para el guitarrista fundador de la banda hay otros tantos factores por los que la cumbia y más géneros latinos han llegado a públicos de otros estratos y nacionalidades. Y lo han constatado fuera del país. Además de las presentaciones en México, la banda nacida en el barrio de Aragón tiene una fuerte presencia en Estados Unidos y este 2024 han tocado en Serbia, España y Francia.
“Nos preguntan si estamos participando en que la cumbia llegue a puros güeros y creo que no. Es un fenómeno mundial, en las capitales y varios lugares están teniendo un auge que permiten la vida de otro tipo de gente, otra cultura, otros estratos. Es un fenómeno completo, que [a los extranjeros] les gusta y llama la atención Gallo Negro, pero también comprar quesadillas o las posibilidades económicas que les da vivir aquí”.
Dos de ‘pork belly’ y uno de cumbia
En la calle Guanajuato, en la Roma, hay un local que atrae a transeúntes con la promesa de tacos finos y bocinas con una curaduría musical. Cariñito Tacos ha sido incluida como una de las recomendaciones de la Guía Michelin, recientemente llegada a México.
En inglés, el menú dice que aquí se especializan en el “taco asiático”. Con ‘pork belly’ como proteína principal –aunque también existe la versión vegana–, hay cuatro variaciones de taco, en 60 pesos cada uno, servidos en hoja de tamal. Como maridaje se puede degustar con una copa de vino o una coronita.
A través de una playlist, la guía Local.mx vincula el nombre de la taquería con la cumbia peruana de Los Hijos del Sol, un himno que se canta cada vez más en círculos hípsters. Una chica rubia de camiseta y tenis blancos, shorts de mezclilla y lentes de sol, le dice a su acompañante, en inglés, que estos son los mejores tacos que ha probado. Para los nómadas digitales y los turistas, la cotidianeidad de los chilangos es exótica. Los tacos son cool, la chela es cool, la cumbia es chida. México está de moda.
“Yo lo voy a decir así y no tengo pelos en la lengua: ya hablamos de una gentrificación de la cumbia y de muchos ritmos y cosas que para nosotros era nuestra realidad”, señala Lacho.
“Pero esta es una moda que a lo mucho va a durar unos cinco o seis años más. Y cuando acabe la tendencia, vamos a quedar aquellos a los que nos gustan las cumbias de a deveras. En México se retomó la cumbia y México está de moda, pero va a pasar. Después será otro país de moda y seguro también será tercermundista. Y así es, los que quedaremos vamos a ser los que sí nos interesa la cumbia desde la raíz”.
Lacho me invita a la celebración del 24 de septiembre en el Mercado de la Merced, cuando se honra a la Virgen con sonido y baile, para que vea cómo está el ambiente y a quienes llevan la cumbia como bandera. Quizá así mi chica deje de decirme que los güeros solo bailamos donde nos sentimos seguros. Luego pienso, soy nuevo en esto de la cumbia y no sé bailar. Pero Lacho suelta una reflexión con la que quizá me anime a dejar mi ofrenda.
“A mí no me interesa si lo bailas con una estética de salón de baile, si lo bailas con sonideros, si lo bailas al estilo blanco. Cuando logras transmitir algo, logras tu objetivo. Hay gente que no sabe bailar y yo les digo que no necesitan saber bailar para disfrutar la música. Al final del día el baile debe ser libre de juicios, libre de todo”.
GSC/ CMOG