Desde que las clases se toman en casa, las jornadas de madres como Laura y Maggie se han tornado aún más complicadas. “Este año escolar debió de haber empezado hasta enero, pero el gobierno nos delegó la enseñanza de los hijos”, lamenta Maggie, una asesora en educación que conocí hace tiempo, en su época de reportera.
Vive en la colonia Del Valle, está casada y tiene a sus dos hijos en colegio privado. Sabe que es un tanto privilegiada. “Yo aquí quejándome, pero tengo claro que hay mamás que se las están viendo negras”.
Entonces le cuento de Laura, una trabajadora del hogar que ronda los 45 años con quien había hablado por teléfono un día antes. Laura, le cuento a Maggie, renta dos cuartos por el rumbo de Los Reyes, se divorció hace cinco años y se siente avergonzada por no poder costearle los estudios a su hija mayor. Entre las preocupaciones que rondan por la cabeza de Laura hay una que la obliga a salir a trabajar: que sus hijas no se queden sin Internet para no perder las clases.
“A ninguna de mis hijas las he podido atender como dijeron los maestros, primero porque trabajo todo el día y, segundo, porque como no estudié no podría ayudarles a su tarea, pero sí me he encargado de meterles 50 pesos de crédito cada lunes para que hagan sus tareas y no se atrasen más”, me dijo Laura, pero esto ya no se lo conté a Maggie.
Tampoco le dije que Laura preferiría que abrieran las escuelas porque está segura de que sus hijas no están aprendiendo nada. “Se aprovecha más la escuela con la presencia de los docentes, yo creo que mucho niño va a dejar de estudiar”, me dijo cuando llamé con ella. Laura también me dijo que se sale a las seis de la mañana de su casa y que regresa hasta pasadas las nueve de la noche, cuando sus hijas ya están dormidas.
“Las maestras nos piden que debemos estar dispuestas, pero cada situación es distinta. Hay mamás que sí están al pendiente y se refleja en la calificaciones. Yo, como soy una ausente, no tengo ese privilegio y solo me queda ver sus cuadernos pero sin hacerles nada porque, como le digo, no estudié”, dijo.
—¿Y su hija mayor? —le pregunté a Laura.
—A ella le ha tocado madurar muy rápido, no disfrutó su niñez —se sinceró—. No es rebelde, estoy orgullosa de ella. El problema son las niñas chicas. Y ya sabes que sin autoridad, aquello se pone fuera de control. Por eso es mejor que regresen a la escuela. Porque antes, la mayor iba a recoger a sus hermanas a la escuela y se llevaban bien. Ahora se pelean a cada rato.
—¿Y este año tuvo que pagar cuota escolar?
—Pagamos la mitad de precio: 300 pesos para la secundaria y 300 pesos para la primaria.
—¿Dónde estudian?
—En las escuelas de la IDP (Izquierda Democrática Popular). Es una organización política a la que me metí y en donde tenía que ir a marchas para que la escuela fuera reconocida como pública, aunque no sé por qué sigue como privada. Las docentes apoyan mucho. Una de mis niñas siempre se queda más tiempo con la maestra para recuperarse.
Cuando Laura me enumeró todos sus gastos mensuales (mil 200 de la renta, 800 pesos en teléfonos, 500 pesos para la pipa de agua, entre otros), le pregunté si no le salía más barato contratar Wifi.
“Como rento, no tengo contrato, y si el dueño me dice que desocupe, debo moverme y volver a reinstarlarme. Es más laborioso”, me dijo, pero esto tampoco se le conté a Maggie.
A Maggie, más bien, le pregunto por su día y ella me responde: “La otra vez me solté a llorar. Estaba en medio de las clases de mis hijos cuando recibí la noticia de que me habían aceptado crear una serie infantil. ¿En qué tiempo la iba a escribir si las horas que tengo para mi trabajo las destino a la educación de mis hijos?”.
Maggie me cuenta que, antes de la pandemia, dio el enganche de una casa en Querétaro y ahora la mayoría de sus proyectos están cancelados.
—¿Te han ayudado tus conocimientos pedagógicos?
—¡Noooo! Una cosa es haber estudiado una maestría en educación basada en los valores, en la paz interior del alumno, y otra es mi realidad: no poder controlar a dos niños traviesos a los que quiero mucho.
Entonces Maggie me cuenta que el otro día, el mayor, apagó la computadora y, en el berrinche, dijo que no quería estudiar más. “Mientras mi hijo lloraba, yo tenía que enviar una nota que me pidieron en Colombia, donde me mantengo vigente como corresponsal esporádica. ¿Qué hice? Decirle a mi jefa que no podía, ojalá me haya entendido”.
—¿Tu esposo y tú se reparten las responsabilidades?
—Nos las repartimos, el tema es que fui educada como si todo fuera mi responsabilidad y eso me genera una carga mental horrorosa. No sabes cómo disfruto los fines de semana: mi marido se lleva a los niños con los abuelos y yo duermo todo el día.
—¿A qué hora empieza tu jornada?
—Se supone que a las 8:50 debo tener bañados y desayunados a los niños, pero a esa hora apenas los estoy sentando frente a la computadora, quitándoles la pijama y medio peinándolos. Les han llamado la atención por estar comiendo en clase.
Maggie y sus hijos se la pasan seis horas sentados en una pequeña mesa, frente a una ventana donde se escucha de todo: el organillero, los helados San Clara, el carrito de productos oaxaqueños. Pero lo que más le aturde es tener de un lado a un niño de 6 años, que está aprendiendo a leer y a escribir, y del otro tiene a otro de 8 años que grita al igual que sus compañeros de clase. “Me he vuelto intolerante al ruido”, me dice.
Es hasta las tres de la tarde, cuando su esposo se libera del trabajo, que Maggie le deja a los hijos y se encierra en el estudio para poder avanzar en su trabajo. “Antes tenía todas las mañanas para escribir mis notas o para diseñar proyectos, hoy dependo de las tareas de mis hijos”.
—¿Cuál sería tu mundo ideal?
—Que cancelen el ciclo escolar porque las mamás estamos sobrecargadas. Ricas, clasemedieras y pobres, todas, te aseguro, estamos sufriendo mucho más la pandemia.
ledz