La primera señal para Francisco Labastida de que hacía campaña política en los territorios del recién nacido Cártel de Sinaloa estuvo acompañada de un escupitajo de balas.
Era el verano de 1986 y el secretario de Energía con licencia en el sexenio del presidente Miguel de la Madrid estaba en Culiacán en busca de votos cuando cerca de las 07:00 horas un integrante de su equipo interrumpió un evento público para entregarle en una nota escrita a mano: "señor, su vehículo fue rafagueado".
Horas antes, el aspirante a gobernador de 44 años había salido de la colonia La Primavera, donde su partido, el PRI, le rentaba una casa de campaña. El inmueble no tenía cochera, así que Labastida estacionaba en la calle su Volkswagen Corsar, un sedán popular que se parecía a muchos otros en la ciudad, pero que alguien reconoció y perforó con más de 30 tiros. Un típico mensaje mafioso.
“A los minutos me habló Toño Toledo, quien era gobernador, y me dijo ‘acaban de balear tu coche’. Le dije que sí, que ya me había enterado. Me respondió que, si me parecía bien, mandaba a recogerlo y hablaba con la prensa para que no trascendiera, ‘porque no me haría bien la noticia’. Yo le dije ‘Toño, yo soy candidato, yo no soy el responsable de la seguridad de este estado’”, recuerda Labastida para MILENIO a 38 años de esa balacera que se intentó mantener oculta a los medios.
“Le dije ‘yo acepto porque te conviene a ti, siempre y cuando haya un compromiso serio de tu parte de que van a detener a esta gente’. Me dijo que no me preocupara, pero seguí: ‘Toño, el director de la Policía Judicial está al servicio del narcotráfico. Tu policía está metida con el narcotráfico. No te hagas pendejo”.
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Aquel fue el primer atentado en la vida de Labastida. Vendrán más, tantos que el priista deberá abandonar el país. Pero eso él todavía no lo sabe, como tampoco se ha enterado que esa mañana su trayectoria política se cruzó inevitablemente con otro sinaloense que, aunque es ocho años menor que él, es igual de influyente localmente, pero menos conocido a nivel nacional: un tal Ismael El Mayo Zambada, un discreto narcotraficante que pretendía pasar el resto de su vida como el poder real detrás de todos los gobernadores de su tierra.
“Pasaron unas tres o cuatro horas y me vino a ver mi jefe de seguridad. Me dijo ‘oiga, llegó un transportista y me dijo que traía un recado de Los Jefes. No dijo nombres, sólo dijo Los Jefes”, cuenta Labastida, echado para adelante en sus oficinas en Lomas de Chapultepec. “Y yo sabía a lo que se refería”.
Medio año después, el 1 de enero de 1987, el priista se convirtió en el nonagésimo octavo gobernador de Sinaloa, pero el primero en la era del cártel de Sinaloa, que para ese año había resurgido de las cenizas del cártel de Guadalajara.
Mensaje de 'narco'
El día de nuestra entrevista, Labastida cumple 82 años con una mente lúcida. Como si aún estuviera en la plenitud del poder, su teléfono no deja de sonar. Bromea con amigos, asesora clientes, organiza una comida con su esposa María Teresa y también arregla su asistencia al funeral del empresario Romárico Arroyo.
Aunque cuenta historias del siglo pasado, las recuerda con datos duros como si fueran de ayer. Sólo hay un detalle que parece olvidar: mencionar a Ismael Zambada García y al cártel de Sinaloa por sus nombres propios.
Nuestra cita ocurre 20 días después del aterrizaje de El Mayo y Joaquín Guzmán López en Estados Unidos y a unas 130 horas de la publicación de una carta atribuida al capo de las drogas en la que acusó que el actual mandatario Rubén Rocha Moya de estar implicado en su arresto, así que quiero saber cómo se gobierna en una entidad donde el poder político suele difuminarse con el poder criminal. El ex candidato presidencial hurga en sus recuerdos.
“El recado era, primero, que Los Jefes mandaban a decir que ellos no tuvieron nada que ver con el atentado, lo de mi auto. Segundo: que tienen nombre de quien lo hizo. Tercero: que es un borrachito que se cruzó con drogas”, dice Labastida con un gesto de incredulidad. “Cuarto: que me lo entregaban en donde yo quisiera y como quisiera —fileteado, decapitado—, así que le dije a mi teniente coronel que tomara nota”.
‘Primero: dígales, mi teniente coronel, que les reconozco el gesto, pero no diga que les damos las gracias. Segundo: que no se lo puedo aceptar porque la seguridad pública va a depender del gobierno del estado, no de ellos. Tercero: que yo no recibo dinero y que si me entero de alguien que le están dando dinero, lo voy a meter a la cárcel, porque no va a haber grupos perseguidos y grupos favorecidos. Cuarto: que este es el primero y el último mensaje que tenemos entre nosotros. ¿Está claro?”, recuerda.
Labastida había ensayado esa respuesta muchas veces en su cabeza. En 1980, en Palacio Nacional, el presidente José López Portillo lo invitó a ser gobernador en Sinaloa, pero el joven economista aún no se sentía listo para regir los destinos de una de las entidades más violentas del país, así que declinó la oferta.
Eran los años en los que el Pacífico estaba dominado por sinaloenses como Ernesto Fonseca Don Neto, Rafael Caro Quintero El Narco de Narcos y Miguel Ángel Félix Gallardo El Jefe de Jefes, quien al mismo tiempo que hacía tratos con el colombiano Pablo Escobar se sentaba a la mesa de su compadre, el gobernador Leopoldo Sánchez Celis (1967-1968), a repartir el botín.
A los dos sucesores de Sánchez Celis, Valdés Montoya (1969-1974) y Calderón Velarde (1975-1980) les persigue que nombraron a un oscuro policía llamado Alfredo Reyes Curiel como subjefe y luego director de la Policía Judicial del Estado, a pesar de los muchos rumores de su asociación con el crimen organizado.
Y del propio Toño Toledo (1981-1986) —el que quiso resanar en secreto los 30 balazos del Volkswagen Corsar— se decía que su colección de autos Grand Marquis había sido obsequiada por El Jefe de Jefes y que, incluso, su tercer hijo, Antonio, había sido procreado con una hermana de Félix Gallardo. Los narcos sinaloenses estaban tan metidos en el gobierno local como la arena en el mar.
Para ganar tiempo, Labastida aceptó ser secretario de Energía en el sexenio siguiente y usar a sus contactos en España y Francia para que le enseñaran todo que él desconocía sobre seguridad pública. De todos absorbió conocimientos, pero especialmente de los israelíes, quienes le presentaron a mandos altos de la agencia de inteligencia criminal Mossad para que viajaran a Sinaloa a hacer un diagnóstico sobre la inseguridad del estado y lo prepararan para ser un gobernador en el terreno caliente.
“Te voy a repetir lo que me dijeron, porque me lo aprendí de memoria. Me dijeron ‘ustedes tienen un problema más grave que el que tenemos nosotros en Israel, porque la gente con la cual ustedes tienen el conflicto, los narcotraficantes, son personas que tienen más dinero, mejores sistemas de comunicación y mejor armamento. Todos tus sistemas de comunicación no sirven, porque no están encriptados: si un policía hablaba con otro policía por radio, los narcotraficantes los están escuchando’”.
“Pero esto es lo más importante que me dijeron los israelíes: el que trae nuestro uniforme aquí sabemos que ese es leal a nosotros, pero quienes traen uniforme mexicano no es leal a su patria. Y me dijeron algo más grave: que si yo llegaba a ser gobernador, llegaría con el 50 por ciento de la policía al servicio del narcotráfico”, recuerda Labastida.
A pesar del diagnóstico, se ufana, aceptó ser candidato. Y ganó.
Tres atentados
El primer gobernador mexicano de la mitad del siglo XX hasta la actualidad en ser encarcelado fue el veracruzano Dante Delgado, hoy líder de Movimiento Ciudadano.
A partir de ese 1996, 22 gobernadores y ex gobernadores en México han pisado la cárcel; más de la mitad de ellos lo han hecho por cargos que los relacionan con el crimen organizado, desde asociación delictuosa y lavado de dinero hasta desaparición forzada.
En esa lista negra están, por ejemplo, el quintanarroense Mario Villanueva y su presunta asociación con El Señor de los Cielos, el tamaulipeco Tomás Yarrington y sus supuestos nexos con el cártel del Golfo y el nayarita Roberto Sandoval y sus comentados lazos con el cártel Jalisco Nueva Generación.
La mayoría de esos 22 —tres— gobernaron Veracruz, la casa de Los Zetas; dos lo hicieron en Tamaulipas, dos en Nuevo León y dos más en Coahuila, así como un par en Quintana Roo, bastiones respectivos del cártel del Golfo y, en su momento, del cártel de Juárez.
A pesar de la estrecha vinculación en Sinaloa entre política y crimen organizado, ningún gobernador sinaloense ha dormido en una celda. Ya sea por honestos, por suertudos o por protegidos por Los Jefes.
Francisco Labastida se ubica a sí mismo en esa primera categoría. Él afirma que la limpia de la policía estatal lo respalda: al llegar al poder despidió al 70 por ciento de los judiciales sinaloenses y al 40 por ciento lo metió a la cárcel.
Algunos de ellos, presume, siguen bajo llave. Y para tapar ese boquete logró que el presidente le enviara mil 500 policías militares, lo que permitió frenar la infiltración criminal y bajar los índices de violencia. Había que dar un mensaje contundente al crimen organizado desde el arranque de su gestión, asegura.
“Déjeme contar una anécdota: después de que pasan las elecciones, me invitó a desayunar el equipo de seguridad. El jefe, el mayor Lorenzo Gorostiza, me dijo ‘gobernador, creemos que cuando usted habla de combatir la delincuencia, no lo dice para ganar votos, sino porque cree firmemente en ello. Nosotros creemos que vale la pena, pero estamos convencidos de que es muy peligroso. Hemos sacado a nuestras familias de Sinaloa. Sabemos que algunos de los que estamos en esta comida no vamos a terminar vivos’”, rememora.
El mensaje que devolvió el crimen también fue contundente: tal y como lo predijo el mayor Lorenzo Gorostiza, siendo el nuevo director de la Policía Judicial del estado fue asesinado. También mataron al jefe de escoltas de Labastida, Adelaido Valverde, y al ex procurador estatal, Luis Rodolfo Álvarez Fárber.
“¡Me mataron al 40 por ciento de mi gente! O sea, ¿usted cree que no tuvimos costos? ¡Altísimos!”, ataja Labastida, quien en un próximo libro autobiográfico honrará a sus aliados caídos como ejemplos de la batalla frontal que dio contra el crimen organizado.
Pero historias sobre su presunta colusión con el narcotráfico también existen. Él, claro, las niega. Como la fuga del narcotraficante Miguel Ángel Beltrán, El Ceja Güera, de la cárcel de Culiacán bajo su sexenio. O la presunta protección descubierta en su primer año de mandatario que brindaba Fernando García Félix, coordinador del Plan Estatal de Seguridad Pública de Sinaloa, al Jefe de Jefes. O el informe secreto de la CIA que publicó el diario The Washington Post en 1998 que lo vinculó con narcotraficantes durante su periodo como gobernador.
“En Sinaloa acostumbran a asesinar a la gente emparejando los coches. Se te ponen a siete metros, tres metros, y te disparan con el cuerno de chivo (...) A mí me balearon tres veces y no estoy contando lo de mi coche. A mi mujer también le tocó. Una vez nos pasó a tres minutos de donde íbamos a cenar, en la casa de unos amigos. Llegamos (recién atacados) y me dice mi mujer ‘¿qué hacemos ahora?’. Le dije ‘pues chaparrita, yo creo que bajarnos y que se nos note lo menos posible’. Y me dijo ‘¿y también quieres que me ría, cabrón?”.
Avionetas, barcos, lanchas rápidas
A más de la mitad de la entrevista, aparece el nombre de Ismael Zambada García, el hombre que acapara los reflectores mediáticos desde su captura el 25 de julio. La pregunta es predecible y, a juzgar por su respuesta, Labastida la espera: “¿qué se decía de El Mayo cuando usted llegó a la gubernatura?”.
“Mire, la verdad, no me interesé mucho en ello. Se lo voy a explicar: yo sé qué le toca al gobierno del estado y lo que no le toca. A la entidad no le toca detener a los narcotraficantes, pero si cometen un robo —sea narcotraficante, comerciante o agricultor— me toca detenerlos. No me tengo que meter ni averiguar cómo chingados andan. Pero sí me toca aplicar la ley hasta donde pueda”, cuenta el hombre que soñó ser presidente de México. No volverá a hablar del capo.
Quienes sí estaban interesados en El Mayo Zambada sabían que, mientras Labastida lo veía de lado, él estaba en el apogeo de su carrera criminal. Que tenía unos 40 años y una riqueza considerable. Que tenía avionetas, helicópteros, barcos, lanchas rápidas y flotillas de camiones con compartimentos ocultos que llegaban hasta Estados Unidos con marihuana, cocaína cosechada en Colombia, cortada en Honduras y perfeccionada en México. Que cuidaba su negocio ilícito eligiendo siempre la violencia como su último recurso: primero a billetazos, luego a plomazos. Que insistía en que nadie llegaba al poder en Sinaloa sin su bendición o, al menos, sin su visto bueno.
“Pocos meses después de terminar la gubernatura, el procurador Jorge Carpizo me llamó para decirme que habían interceptado una llamada desde la cárcel, muy probablemente de los policías que yo había encarcelado. Que habían encargado mi homicidio y de mi mujer. A mi esposa le tomaron una foto en un mercado a poca distancia, que es como se encargan estas cosas: una foto, un fajo de dinero, una dirección.
“Me dijo ‘ya lo traté con el presidente Carlos Salinas y me dice que te ofrece en su nombre una embajada en donde tú quieras, en Europa, en América Latina o en Asia, en donde tú quieras’. Y le dije que me dejara platicarlo con mi mujer porque era una decisión de familia. El siguiente día me habla el presidente Salinas y me pide que vaya a hablar con él. Me dijo ‘yo te conozco bien, sé que eres capaz de jugar con tu vida, pero no tienes derecho a jugar con la vida de tu mujer’. Así es como terminé de embajador en Portugal”, dice el entrevistado y suelta una risotada.
Labastida tardará en volver a México unos tres años. Desplazado por el cártel, se refugiará en la vida diplomática. Sólo dejará los paisajes lusos para regresar a su país en 1995 como secretario de Agricultura en el gabinete del presidente Ernesto Zedillo, luego en 1998 será secretario de Gobernación y en el 2000 se convertirá en el primer priista en estrellarse con la derrota presidencial, aunque después intentará enmendarse con sus simpatizantes del 2006 al 2012 como senador de la República por Sinaloa.
Hoy es un consultor privado que lo mismo aconseja sobre proyectos de inversión, desarrollos turísticos y la filosofía detrás del fracaso electoral a sus amigos que creían que Xóchitl Gálvez le ganaría a la presidenta electa Claudia Sheinbaum.
–Antes de que se vaya a festejar su cumpleaños, dígame: ¿qué tan viable es que el crimen organizado esté actualmente en niveles altos en el gobierno de Sinaloa? –le pregunto y Labastida, por primera vez, pone un gesto serio. Demasiado adusto.
"Bueno, por la forma en la cual llega el actual gobernador, ¿qué te digo? Él (Rubén Rocha Moya) llegó con la ayuda del crimen organizado –dice sin entrar en detalles. A ver, él trabajó con el ex gobernador Quirino (Díaz Coppel), de asesor, y dicen que la función que cumplía con Quirino era de contacto con el crimen organizado".
La acusación no es poca cosa: al hacerla, Labastida acaba de hilar, al menos, a 15 gobernadores de Sinaloa, desde 1957 hasta la fecha, con rumores de pertenencia al narcotráfico. Él incluido. Desde Roberto Aguilar Pico (1953-1956) hasta Rubén Rocha Moya (2021 hasta la fecha), quien también ha negado un involucramiento con Zambada García, aunque ha admitido que al ser originario de Badiraguato conoce a los parientes de los narcotraficantes que le han traído fortuna y dolor al estado.
Todos están manchados por acusaciones, verosímiles o no, de alineación al narcotráfico.
“Haciendo una evaluación de los que han sido gobernadores de Sinaloa, yo digo que ha habido algunos gobernadores excelentes. Y otros que se rumora, aunque se sabe, que estuvieron hasta la cabeza del crimen”, admite mientras recoge su maletín y se acomoda los lentes, señal de que la entrevista se terminó.
“Hay de todo en la viña del Señor”, comenta.
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