• Crisis migrante en la Vallejo: Un campamento desborda a vecinos y autoridades

Se calculan 5 mil migrantes en 6 campamentos de la CdMx. Ante la falta de una política pública para la población migrante, surgen fricciones y tensiones entre vecinos y locales.

Ciudad de México /

Al bajarme del taxi ya está Laura esperándome frente a su domicilio en la esquina de las calles Adelina Patti y Clave, en la colonia Vallejo. Son las 18:30 horas y la tarde da paso a la noche. Caminamos por las luces del alumbrado público hacia el campamento de migrantes venezolanos que, desde hace poco más de un año, se ha instalado unos metros delante de nosotros. El campamento corre junto a un muro cubierto de grafiti que divide las vías del tren de unas canchas de basquetbol.

El campamento migrante se extiende por una pared llena de grafitis, a un costado de las vías de tren | Guillermo Osorno

La llegada de los migrantes a esta parte de la ciudad se debe a la cercanía de Cafemin, una casa de acogida para mujeres y niños que se encuentra a unas cuadras de allí. En los últimos años, con el arribo de miles de migrantes, el refugio comandado por unas religiosas se saturó y la gente ha ido ocupando el terreno al lado de la vía del tren para instalarse de manera temporal. Usan los servicios del refugio como base, pero viven en la calle en casas hechas de cartón y cubiertas por plásticos y telas.

“Esto es un parquecito que los vecinos limpiamos y recuperamos, pero a raíz de que llegaron los migrantes, todo se ha vuelto cochinero”, dice Laura, una de las personas que lidera las protestas en la colonia Vallejo de la Ciudad de México.
“Hemos hecho marchas, hemos metido escritos para que [las autoridades] les den una condición más digna, y nada. Si te das cuenta, ya se van pegando, pegando más acá, hacia las vías del tren”, dice. “Y el tren pasa así y a veces ha debido detenerse, los que conducen tienen que bajarse y pedir que se hagan a un lado”.
Migrantes habitan refugios temporales hechos de cartón y plástico | Guillermo Osorno

Camino entre las piedras de las vías y alzo la vista, imagino el tren a su paso. Veo una hilera de chozas: son como unas cinco cuadras de ropa colgada, cartón, estufas viejas, sillones despatarrados, fogatas, mantas, lonas de plástico de color azul y rosa. Hay algunas personas paradas por ahí o sentadas sobre las vías, pero sobre todo hay niños: andan en bicicleta o están corriendo, jugando.

Conforme caminamos, el relato de Laura se vuelve agrio. “Aquí hacen y deshacen, aquí se drogan, aquí fuman”, dice. “No hacen nada los fines de semana, a veces están dormidos o tienen la música a todo volumen. Y no hay autoridad que los meta en cintura, que les ponga reglas”.

Laura tiene la sensación de que los migrantes han terminado por abusar de los vecinos. En una ocasión en que hicieron una manifestación, los directivos de la primaria La Prensa Pemex, al otro lado del muro, los apoyaron y, en represalia, los migrantes comenzaron a aventar heces fecales y orines dentro del plantel. Ha habido momentos en que el asunto ha llegado a los golpes, incluso contra los patrulleros que han tratado de calmar alguna borrachera. Laura me cuenta que han sido tantas las quejas, que la policía misma bloqueó por un tiempo el número de los vecinos.

Niños juegan, andan en bicicleta y corren sobre las vías del tren del campamento | Guillermo Osorno

El albergue migrante de la Vallejo no tiene cupo

En el camino nos encontramos con Hugo, otro vecino, que está afuera de su casa. Laura lo saluda y le dice que está dándome un recorrido por el campamento migrante. Se ve que él sólo ha salido a recoger al gato que se le ha escapado, pero me cuenta que recientemente se reunió con las autoridades del nuevo gobierno de la Ciudad de México y dice que no vio tampoco mucha voluntad por arreglar las cosas. Después, Hugo se disculpa y se mete a su casa.

Laura se ofrece a llevarme al Cafemin, el albergue migrante que está sobre Francisco Constantino, en el número 521. Caminamos por la calle de Smetana, que a esa hora está llena de comercios y puestos que dan vida al barrio. El refugio ocupa un edificio de ladrillo con una reja blanca y murales pintados. Parece una escuela. A diferencia de lo que pasa en las vías del tren, los alrededores del edificio están vacíos.

“Mira, este es nuestro dolor de cabeza, el Cafemin”, dice Laura.
La fachada del Cafemin emula a la de una escuela secundaria | Guillermo Osorno

Según me cuenta la vecina, las monjas del refugio reciben dos o tres días a los migrantes recién llegados y luego los mandan a las vías por no tener espacio. Cuando los vecinos hablaron con las autoridades de migración para ver qué podía hacerse, les respondieron que no podían actuar a ciertos metros alrededor del refugio. ¿Pero cuántos son esos tantos metros? No aclararon.

Emprendemos el camino de regreso al punto de partida, en Adelina Patti. Al llegar, Laura me pregunta si quiero hablar con un par de migrantes venezolanas que conoce. Nos metemos de nuevo a las vías y luego de una inspección somera en la oscuridad, me dice que no están. Sin embargo, Laura se acerca a otra tienda y le dice a una mujer parada a la entrada que aquí hay un periodista que quiere hablar con ella.

Se calculan 5 mil migrantes en 6 campamentos

La llegada de migrantes a la Ciudad de México ha abarrotado los refugios migrantes, que albergan a las familias solo por unos pocos días | Guillermo Osorno

La Ciudad de México ya recibía migrantes en su paso hacia Estados Unidos, pero el problema se agravó en 2021, luego de que el Departamento de Estado de los Estados Unidos lanzara una aplicación, Custom and Border Protection CPB One, por medio de la cual un migrante hace la solicitud de una cita para procesar su asilo en aquel país vecino.

Para evitar que las personas llegaran en caravanas masivas a la frontera e intentaran cruzar, la aplicación permite a los migrantes solicitar su cita a partir del paralelo 19 que corre un poco debajo de la Ciudad de México. Así, muchos migrantes se fueron quedando en la capital, que además ofrece el servicio de internet libre. Los albergues del gobierno, como los de la sociedad civil, se fueron llenando, y los migrantes comenzaron a organizarse en campamentos en distintas zonas de la ciudad.

No está muy claro el tamaño del problema, en parte porque el fenómeno migratorio es muy líquido y cambia rápidamente. El último conteo que realizaron las autoridades en la Ciudad de México fue en marzo de 2024. El conteo no es público, pero Ana Gabriela González, representante vecinal de la colonia Juárez, que tuvo acceso al estudio, dice que se calcularon unas cinco mil personas en seis campamentos: la plaza Giordano Bruno y la plaza de la Soledad en la alcaldía Cuauhtémoc; San Pablo y Arcángel Rafael en la alcaldía Iztapalapa; y el campamento de la Vallejo y el de la Central de Autobuses del Norte, en la Gustavo A. Madero.

Campamentos migrantes en la CdMx


El problema se hizo completamente visible hasta este 2024, cuando los vecinos de la colonia Juárez hicieron cuatro manifestaciones entre los meses de abril y mayo, a propósito de la concentración de haitianos en la plaza Giordano Bruno. Las protestas, cuyo lema era #LaCalleNoEsAlbergue, no estaban dirigidas contra los migrantes, sino que tenían el propósito de llamar la atención de las autoridades para que se hicieran cargo del problema. 

Los vecinos se manifestaron primero en las calles aledañas a la Secretaría de Gobernación, pero luego subieron el tono y terminaron en las avenidas Chapultepec, Bucareli y Paseo de la Reforma, donde se les unieron los de Vallejo.

Pedían a las autoridades que ampliaran los albergues de la Ciudad de México, y al Instituto Nacional de Migración que les expidiera a los migrantes unas tarjetas de visitante por razones humanitarias, lo que les permite tener una CURP temporal y les da acceso a servicios de salud, educación y trabajo.

Debido a la organización e influencia de los vecinos de la colonia Juárez, el asunto de los migrantes de la plaza Giordano Bruno se resolvió en junio pasado. Las autoridades retiraron poco más de 400 personas de la calle; algunas se movieron a otros albergues de la Ciudad de México, Morelos y el Estado de México, y otras que lograron regularizar sus papeles, subieron hacia el norte.

Antes y después de la plaza Giordano Bruno

Tijuana ha entendido la crisis migratoria

Misael Rojas, un funcionario de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, que estuvo tratando el asunto de la colonia Juárez, ha viajado por todo el país para entender cómo otras ciudades han lidiado con el mismo problema.

Rojas piensa que la ciudad que mejor tiene entendido el asunto es Tijuana. Para empezar, allá están mejor coordinados los ámbitos federal, local y las organizaciones de la sociedad civil. En Tijuana existe un centro único de atención a los migrantes. Allí las distintas instancias resuelven desde problemas legales hasta los de salud, incluso los psicológicos. “Ese es un ejercicio que a nosotros nos pareció interesante, muy importante y que se ha replicado en distintas partes del país” dice Rojas.

Migrantes reciben desde asesorías legales, hasta médicas en los centros de Tijuana | Cuartoscuro

El municipio además ha implementado una serie de medidas para atender la existencia de campamentos porque tiene su propia dirección de asuntos migrantes.

“Nos entrevistamos con el director de esa oficina que contaba que ellos han tenido, desde hace tiempo, los mismos problemas que ahora tiene la Ciudad de México, las quejas de los vecinos son las mismas, igual que las hostilidades entre migrantes y los locales. El ayuntamiento se encarga de intervenir en los campamentos para tratar de convencer a los migrantes a que se pasen a los refugios, donde reciben una atención digna, pero con algunas reglas que los ayuda a irse incorporando a la vida de la ciudad, pero de una forma ordenada.”

A diferencia de Tijuana, en la Ciudad de México no existe una política pública para la población migrante y las autoridades apenas intervienen para arreglar los problemas que generan entre los vecinos

El recorrido que siguen los migrantes hacia Estados Unidos

Ciudad de México carece de una política pública para la atención a las y los migrantes | Ariana Pérez/Milenio Diario

Mientras tanto, en el campamento migrante de la Vallejo. Laura, la vecina que me ha dado el recorrido, ha convencido a María para que hable conmigo. María es bajita y lleva una camiseta blanca, pantalones cortos y sandalias. Tiene 29 años. Viene de Caracas. Está casada y tiene dos hijas. Habla con una encantadora cadencia venezolana, aspira las eses pero su relato está lejos de ser alegre.

María era trabajadora doméstica, su salario de 15 dólares semanales apenas alcanzaba, además de que la inflación se iba comiendo lo poco que lograba juntar. Por eso decidió emigrar hace nueve meses. Me sorprende el detalle con el que recuerda el nombre de las ciudades y pueblos por los que pasó, así como los días en que estuvo en cada uno de ellos. Vendió un carro para hacer el trayecto. Primero, en Colombia, llegó a Tunja, de allí a Medellín y a Turbo, en la frontera con Panamá. Hasta que pasaron a Acandí, en la frontera con el terrible Darién.

“Duramos seis días en carpa, durmiendo ahí, cocinando en fogón y todo eso. Nosotros entramos un jueves y el jueves siguiente hicieron barriada, es decir, vinieron los malandros, armados, a sacar la gente, a todos los que tenían tiempo ahí. El que tiene plata cruza inmediatamente, si no tienes, te tienes que esperar a que te saquen de allí los malandros, para dejarles el lugar a los que vienen. Éramos como 300 familias y nos sacaron, gratis”.

Familias migrantes sobreviven el día a día en tiendas de campaña ubicadas en plazas públicas | Javier Ríos

Entraron a la Región del Darién. En el primer puesto duraron cuatro días, sobreviviendo a pan y agua, hasta que una familia dio de comer a las niñas y les animó a seguir adelante. Cruzaron el Darién en cuatro días y llegaron a Bajo Chiquito, el pueblo pesquero que ha sido transformado por la migración. De allí a la ciudad de Panamá, luego a Costa Rica, donde su hija y su esposo vendieron su teléfono para pagar los pasajes que les permitieron continuar. Entraron a Nicaragua y caminaron tres días hasta Managua. De ahí a Honduras, donde les dieron una tarjeta de 360 dólares, que les permitió llegar a Guatemala y cruzar a México por Ciudad Hidalgo, Chiapas.

Pasaron por Pijijiapan, Mapastepec, Tonalá y Arriaga, donde se unieron a una caravana. En su paso por México, evitaban los caminos donde estaban los puestos de migración. Llegaron a Juchitán, de allí a Salina Cruz, luego a Nochixtlán y Huajuapan, donde finalmente tomaron un camión hasta la Ciudad de México.

Entraron por la cárcel de mujeres y tomaron el metro hasta la estación Misterios, muy cerca del Cafemin. Estuvieron en el refugio tres noches hasta que les dijeron que no había más cupo. Salieron y esa noche durmieron en el piso de la Escalante, que sirve helados y paletas en Vallejo. Al día siguiente, contactaron a otra migrante venezolana, a la que ya le habían dado su cita en la frontera, así que les vendía su choza por unos mil pesos. “Llamé a mis familiares y ellos pudieron reunir la plata y me la mandaron”, dice María.

La Ciudad de México forma parte de una de las rutas migrantes hacia Estados Unidos | Ariana Pérez/Milenio Diario

Eso fue el 12 de agosto de 2024. Desde entonces vive al costado de la vía del tren. En el refugio encuentran servicios médicos y la ayuda de una abogada. Hace apenas unos días que finalmente hizo su registro en la aplicación del Departamento de Estado de los Estados Unidos y están en espera de que les den cita.

Le pregunto a María si está consciente de las preocupaciones de los vecinos por el campamento. Ella dice que les da la razón: después de todo, están en su país. “Quizá muchos de ellos piensan que estamos acostumbrados a vivir así, cuando simplemente esto es una lucha”. También dice que si los vecinos dan flores, ellos van a recibir flores, que si dan palos, reciben palos de regreso. Los vecinos tienen que entender que ellos no pueden dejar de vivir: celebrar un cumpleaños, tomarse unas cervezas, poner música.

“Pero es duro, sí, para qué uno va a decir que no”, dice llorando. “Gracias a Dios tenemos este pedazo que no a muchos les gusta, pero nos ha ayudado”.

GSC/ASG

  • Guillermo Osorno
  • Guillermo Osorno es escritor y periodista. Es autor del libro Tengo que morir todas las noches. Hoy conduce el programa Por si las moscas que se transmite en Canal 22.

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.