Por ejemplo, existen muchos más datos acerca de los arreglos corporales y las elegancias entre los vikingos que de las vikingas. Sabemos de los atuendos de los hombres persas y mucho más de los egipcios que de las egipcias. En parte, porque la descripción correcta de las vestimentas es indispensable para la estrategia militar. Alejandro Magno, por ejemplo, hizo rasurar todas las barbas a sus soldados: “¿No saben que en las batallas no hay nada más práctico que jalar una barba?”
Y es que las ropas y arreglos son también declaraciones de origen, filiación y, en ciertos tiempos, de miltancia: sans–culottes, camisas pardas, negras, los descamisados, el cuello de los mencheviques... Pero aun a sabiendas de que los asuntos militares requieren describir la apariencia del enemigo, los documentos antiguos dedican muchas más páginas para atender atuendos masculinos. Y esto es así, al menos, hasta la aparición de la Lex Iulia, emitida por Augusto en el año 23 a. C., que reconocía la ciudadanía de todos los que no se hubieran alzado contra Roma. Incluyendo a las mujeres que, según explica Paul Veyne (La elegía erótica romana, FCE, 1991), se convierten en propietarias de bienes, herederas, dueñas de su cuerpo, de sus deseos y ciudadanas libres de andar por la calle sin vigilantes.
¿Vigilantes? Sí. No es fácil verlos, pero siempre estuvieron ahí, incluso con un nombre preciso: gynaikonómoi. Auténticamente una función del Estado dedicada a vigilar que las mujeres se comportaran según las reglas del decoro. Lo sorprendente es que, habiendo sido evidente la existencia de los vigilantes, nos haya quedado un punto ciego de larguísima pervivencia. Tenemos una palabra y una función pública asociada. La palabra: gynaikonómoi se compone de dos piezas: mujer (gyné, gynaikós) y ley, reglamento, obligación (nómos). Policía de las mujeres. Lo que hacían estos sujetos, su función, es menos claro.
Según Plutarco, la existencia de aquellos funcionarios comienza con la preocupación de Solón (638–558 a. C.) por erigir de nuevo la moral perdida de los atenienses. A Solón se le considera como uno de los primeros sólidos pilares de la democracia. Pero también es de los primeros demócratas en equivocarse al creer que las leyes y organismos del Estado otorgan derechos o generan libertades. Quiso protección para las mujeres, pero “hizo, además, sobre el salir las mujeres de casa, sobre los duelos y las fiestas, la ley que reprimía lo que era desordenado y excesivo, mandando que aquellas no viajasen con más de tres vestidos; que en comida y bebida no llevasen sobre el valor de un óbolo, ni canastillo mayor de un codo, que no salgan de noche sino en coche y precedidas de una lámpara”. Plutarco (Solón, 21) añade que esas misma leyes se mantienen aún en su época y en muchas provincias tributarias de Roma, y dice además “que quienes contravengan dichas leyes sean multados por los celadores de las casas mujeriles, así los como hombres que se dejan llevar en los duelos de pasiones y errores débiles y afeminados”.
Tres siglos después de Solón, Aristóteles comienza a sospechar que “un intendente de niños y de mujeres (gynaikonómos), u otro magistrado encargado de una supervisión semejante, es algo aristocrático y no democrático (porque ¿cómo podría impedirse que salgan de su casa las mujeres de los pobres?” (Política, 1300a). Es decir: su objeción a los celadores de mujeres es económica.
Y según el historiador Filócoro, estos ubicuos gynaikonómos podían multar, castigar con encierro, expulsar de ceremonias públicas y de fiestas privadas no solo a las mujeres que perdieran el decoro sino incluso a hombres cuya conducta pareciera afeminada.
El hecho es que se trata de una institución estatal cuyo objetivo era normar las formas y las costumbres públicas de las mujeres. No tiene caso juzgar desde nuestro orden de ideas ni nuestro particular juicio moral. Podemos hacer analogías. Una de ellas, la más importante, que aquella gynaikonomía comenzó como protección para las mujeres. Pronto, ya era su persecución. Es lo que hacen las instituciones públicas: el Estado siempre inicia como protección y, en cosa de minutos, ya es persecución y censura. ¿Puede preservarse la libertad de algo después de convertirla en asunto del Estado?