El Corral de la Morería

Café Madrid

"—Quillo, hijo de mi arma, vente mañana pa’cá. ¡Que nos han dao una estrella Michelin y vamos a hacer un fiestorro que se cague la perra!", ¿Cómo declinar tan entrañable invitación? Pa’llá me fui

Un templo del arte convertido hoy día en uno de los símbolos de Madrid y de España (Foto. V.N.J.)
Víctor Núñez Jaime
Madrid, España /

periodismovictor@yahoo.com.mx


Vine por primera vez al mejor tablao flamenco del mundo (The New York Times dixit) en 2010, cuando la UNESCO declaró Patrimonio Cultural de la Humanidad al flamenco, y desde entonces no me he cansado de ir. Al contrario: en cada oportunidad que se presenta vengo a este reducto madrileño de mi anhelada Andalucía a celebrar el arte surgido en las calles. Y me atrevo a afirmar que es el sitio donde más feliz me siento en esta ciudad, gracias a sus platos rebosantes, su rigurosa selección de vinos de Jerez, el mejor cante, baile y toque encima del escenario y, sobre todo, a la hospitalidad y al cariño que Blanca del Rey (dueña y directora artística) tiene por bandera. 

La semana pasada me llegó través del teléfono el acento cordobés de la gran bailaora: 

Quillo, hijo de mi arma, vente mañana pa’cá. ¡Que nos han dao una estrella Michelin y vamos a hacer un fiestorro que se cague la perra!

¿Cómo declinar tan entrañable invitación? Pa’llá me fui, claro. 

Resulta que hace más de 60 años, a don Juan Manuel del Rey, hijo de los que hicieron famosas las paellas de Riscal (que canta Joaquín Sabina), se le ocurrió juntar gastronomía y entretenimiento y con ello convirtió su local en uno de los epicentros de las noches madrileñas, en el que los principales personajes del mundillo de la farándula y la política no tardaron en dejarse ver. Las estrellas de Hollywood que pasaban por España o venían a filmar aquí sus películas aparecían por sorpresa. Una noche, por ejemplo, Ava Gardner estaba viendo el espectáculo cuando, de pronto, un hombre que apuraba un whisky en la barra le clavó la mirada y la llamó con el dedo índice. La actriz fue hasta él y casi al instante los dos comenzaron a discutir. Antes de irse, él le dio una bofetada a ella. Ese hombre era Frank Sinatra, quizá molesto por los rumores que relacionaban al “animal más bello del mundo” con el torero Luis Miguel Dominguín. 

Seis décadas de éxito después, Blanca y sus dos hijos decidieron fichar a un cocinero vasco para renovar su propuesta gastronómica (con manjares como una lubina salvaje con espuma de albahaca, un meloso de ternera, cocinado durante tres días a baja temperatura y que por eso tiene que comerse con cuchara, y un huerto cordobés, con “tierra” de aceitunas negras, base de salmorejo y mini verduritas de temporada) y, por lo visto, han logrado deslumbrar a los implacables inspectores de la guía francesa que, por primera vez en su historia, han incluido a un tablao entre sus recomendaciones. Por eso había que celebrar una misa flamenca. 

Uno entra a este templo, junto al viaducto de Madrid, donde se ha presentado gente como Antonio Gades, Camarón, Paco de Lucía, La Fernanda y La Bernarda, La Piñona, La Chunga o El Cigala y, entre cuadros de toreros y de noches legendarias, se fija en unas amplias fotos que cuelgan de las paredes. Es Blanca del Rey el día que bailó por última vez su coreografía más representativa, la Soleá del Mantón, una especie de lamento flamenco, cuya poesía sonora y de movimiento sacude las emociones. En las imágenes, un mantón bordado y de densos flecos gira y vuela y acaricia y abraza a la bailaora, bajo el ritmo de las guitarras, las palmas y el cante jondo. Ese mantón, bien manipulado por las manos de Blanca —con una mezcla de cariño y coraje—, era capa, era vestido, era capote, era cobija y era ella, al fundirse con él, mientras atravesaba distintos estados de ánimo —de la angustia a la alegría, pasando por la pasión y el desenfreno—. Bailaba Blanca y con sus quiebros y acentos zapateados convertía la catástrofe en belleza. 

Para festejar la estrella Michelin, en esta ocasión el espectáculo corrió a cargo de Juan Andrés Maya y Alba Heredia al baile; Pepe Jiménez El Bocadillo y Pedro Jiménez Perrete al cante; y Basilio García y Juan Jiménez a la guitarra. Blanca, la anfitriona, subió al escenario y presentó a este grupo de artistas como “un reducto de pureza”, un conjunto de talentos “que evoluciona sin perder la esencia”. Juan Andrés bailó con la enjundia de un toro. A veces bravío, a veces herido, siempre con furia creativa. Al final, la bailaora volvió a subir al tablao. Estaba emocionada —como todos los allí presentes, que parecíamos tener el alma inflamada— y entonces ella, que oficialmente ya está retirada, se puso a bailar con Juan Andrés, como poseída por la magia del momento.


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