El diablo une a Juan Villoro y Luis de Tavira en una sala de Microteatro, donde el escritorio de una burócrata se multiplica en imágenes sobre el muro del fondo en una perspectiva que se antoja infinita, como si el solicitante, que a simple vista parece un hombre común, se transformara en una estampa de sí, que de espalda al espectador estuviera a la espera infinita de una respuesta.
En un breve escenario elevado, cual una tarima de aula, una mujer de rostro encriptado, semejante a una doctora del IMSS, con bata blanca y escudo al hombro, interroga, ante su desvencijado escritorio metálico, a un hombre que desea engrosar las filas del sindicalismo diabólico.
El diálogo entre la reclutadora y el solicitante, estructurado en preguntas y medias respuestas, se vuelve un interrogatorio agresivo entre la mujer que necesita saber si el hombre cumple con los requisitos y quien aspira a ser un chamuco sindicalizado.
La obra de Villoro, poética en un inicio, dialéctica, filosófica, actual y de ácido humor, despliega una crítica a la medianía que nos obstaculiza y apoltrona, volviéndose un inmenso obstáculo frente al avance individual, comunitario y social, vinculado a la bondad y a la fe.
Arturo Beristain y Judith Inda crean a un par de personajes emergidos de una cotidianeidad tan retorcida, que se vuelve una historieta en progresión, en la que el ruego del aspirante cobra un nuevo valor según la traba impuesta por la sindicalista, hasta trastocar una incipiente maldad en una ambición viscosa, artificial y a modo.
El dueto de actores, bajo la acuciosa dirección de Luis de Tavira (Inda en su actitud de una inquisidora que se agiganta detrás de sus cejas cada vez que se levanta enérgica de su asiento, y Beristain bajo la dermis de un don nadie dispuesto a cambiar de postura, gesto y palabras), conducen al espectador por los vericuetos de una pesadilla burocrática, sembrada de sarcasmo, indolencia y doble significado.
Bajo el eco de una risa agridulce que evidencia el conocimiento y el rechazo de la audiencia a situaciones similares, se cuela el asombro que el texto de Villoro genera al entrelazar al bien y al mal con una práctica común que establece juegos de poder entre víctima y victimario, circunstancia que subraya De Tavira mediante un juego escénico que succiona al espectador rumbo a una especie de laberinto, donde los gestos, las preguntas y las justificaciones cobran su dimensión aplastante en el breve espacio que delimita la Sala 10 de un lugar, donde detrás de cada muro y cada puerta se libran otras batallas.
El diablo muestra una nueva faceta del escritor que sigue dejándose seducir por la dramaturgia, y del director que se expresa a sus anchas en el teatro de gran formato, ante el reto del microteatro que acota texto dramático, actores, tiempo de representación, producción y espacio escénico, del que ambos salen triunfantes al conseguir un montaje que enriquece la dramaturgia y obliga a un brevísimo montaje, con las virtudes propias de uno más amplio.
La obra, que alude a ese infierno mexicano por todos padecido y a ese otro que se agiganta bajo las fosas en multiplicación incesante, también desentraña esa característica enquistada en buena parte de nuestra población, que asume el camino, en apariencia más fácil, para conseguir un objetivo que hundirá a todos, como si no le costara el mismo ingenio y esfuerzo andarlo por un bien más allá del propio.
El diablo, doloroso y grotesco espejo de una realidad que construimos con cada uno de nuestros pasos hacia la involución, es al mismo tiempo una obra que inserta a dos reconocidos artistas, en un ámbito al que deciden entrar en buen momento, donde los límites impulsan aún más su creatividad y los integra, aunque sea dentro de cuatro paredes, a una comunidad que propone una probada de teatro distinta en una época en la que, por fortuna, las opciones escénicas en torno al bien y el mal, se multiplican.