“En el arte, el nacimiento de la abstracción es el final de la precisión”.
Kandinsky
Vassily Kandinsky se propuso entender, casi de la misma manera como lo hace un matemático, lo que cada forma y cada color puede representar para el espíritu humano. Desde ahí estableció una conversación con el espectador sabiendo que, lo que sus trazos despiertan en el interior de quien los mira, puede transformarse con el tiempo, puede cambiar cuando los ojos cambien, puede mudar, subir, bajar, pero más allá del timbre, conservará el tono.
“El triángulo se mueve despacio, apenas perceptiblemente hacia adelante y hacia arriba; donde ‘hoy se halla el vértice más alto, ‘mañana’ estará la próxima sección. Es decir, lo que hoy es comprensible para el vértice más alto y resulta un disparate incomprensible al resto del triángulo, mañana será contenido razonable y sentido de la vida de la segunda sección” (De lo espiritual en el arte, V. Kandinsky)
En su proceso creativo, la representación abstracta se aleja de la forma justa y, al hacerlo, pierde la precisión no solo de la figura perfecta sino además del mensaje y sus motivos. El cuadro ahora nos dirá una cosa y luego otra, para después cambiar. En compensación por las veleidades que parecen surgir de la pintura podemos decir que, en ese aspecto del arte abstracto, se encuentra la conversación con el observador, un dialogo que no terminará nunca.
En sus libros, Kandinsky desarrolló una teoría de las figuras geométricas y sus relaciones. “El circulo es la forma más pacífica y representa al alma”. Sobre el punto nos dice: “es invisible. De modo que debe ser definido como un ente abstracto. En nuestra percepción el punto es el puente esencial, único, entre palabra y silencio” (Punto y línea sobre el plano)
Y luego, con el mismo sentido que discurren los tratados de cinemática, nos aclara: “La línea surge del movimiento al destruirse el reposo total del punto. Hemos dado un salto de lo estático a los dinámico”.
Sin embargo, no es necesario conocer el diccionario de los símbolos para interpretar sus temas porque la imagen que ahí aparece suscita las sensaciones que debe suscitar. El ojo puede evocar las vivencias y sentimientos por las formas y los colores. No necesita de una representación fiel para identificarse.
El Juicio Final que Miguel Ángel pintó en el ábside de la Capilla Sixtina es un relato puntual del fin de los tiempos. Ahí están los personajes inevitables con la fuerza sobrehumana, la naturaleza certera del infierno y las tinieblas, la angustia y la fatalidad más allá de su metáfora, la puerta al infierno tan real como inequívoca. En cambio, en El Juicio Final de Kandinsky pueden estar nuestros temores y desventuras. Podemos encontrar la desesperanza, el desconsuelo y la zozobra, o, ¡quizá no! Podemos ver al juez sopesando las obras de las almas, o no verlo. Puede estar el Dios autoritario o el redentor benevolente, el temor o la confianza, los demonios y los ángeles. Puede estar, o puede no estar; para saberlo, hacen falta los ojos que lo miren. Solo para el alma martirizada, solo para las ánimas que sufren o para los espíritus en su ventura jubilosa, para los torturados por sus penas y los llenos de gracia, solo para ellos, se revelará el mensaje. Ese será el significado de la mancha negra, irregular, en el centro del lienzo, rodeado de colores y líneas que se mueven.
Algunos consideran a Kandinsky el descubridor del arte abstracto, pero seguramente no lo es. Ya Leonardo da Vinci decía que “las mejores lecciones de pintura las podemos encontrar en las manchas de humedad en la pared” y otros antes de él, abandonaron el arte figurativo. Sin embargo, es en su época cuando el psicoanalista Hermann Rorschach buscó en las ambiguas e informes huellas de tinta, una pauta del pensamiento.
Las pinturas de Kandinsky siempre comienzan en un punto. Siempre parten de la concisión geométrica y se desenvuelven luego en un arreglo de líneas que llena el cuadro. Posteriormente aparecen círculos, triángulos y cuadrados en una sucesión que ya no se detiene. La creatividad se decanta en colores, rayas y atavíos.
Mucha gente ha tratado de establecer paralelos entre el desarrollo del pensamiento científico y el devenir de las artes. Uno de los lazos que más ha sido explorado es el que tiene que ver con el desarrollo de la teoría de la relatividad, en la que se cuestionaron las ideas tradicionales del espacio y el tiempo. Estas acabarían siendo remplazadas por una concepción distinta en la que el absoluto no encontró más un lugar. Se ha dicho que esta ruptura con el pasado tuvo una influencia en el posimpresionismo y el desarrollo del cubismo. Dicen que los artistas asimilaron la vacilación de su época, el nacimiento de nuevas maneras de ver y el desmoronamiento de las ideas antiguas. Es posible que ese cambio brutal de nuestras concepciones haya quedado grabado en los cuadros de Monet, Cézanne, Picasso, de la misma forma como quedan grabadas las edades geológicas en los estratos del subsuelo.
No obstante, para mí, la característica más notable del arte abstracto es la pérdida de precisión. La pintura abstracta que aspira a la evocación de emociones pierde en el tino de sus efectos. Eso podría estar más relacionado con la otra revolución científica de la física moderna a principios del siglo pasado: la mecánica cuántica.
El cambio en las nociones de la realidad que la mecánica cuántica nos trajo no es el que se refiere al espacio y el tiempo, sino el que vino a cuestionar la causalidad. La nueva física del microcosmos, la mecánica cuántica, fragilizó el principio de causa y efecto. En esta nueva forma de ver desaparecieron los objetos para dejar en su lugar solo nubes que se desvanecen. Donde había contornos apareció neblina y en la bruma de sí misma, el efecto pareció desprenderse de la causa. La certeza se convirtió en probabilidades.
A menudo se relaciona la abstracción con la música porque se dice que el arte de combinar los sonidos y el tiempo no es figurativa, no representa objetos, solo despierta emociones. El mismo Kandinsky decía que “la música es el maestro definitivo”.
Efectivamente, la música, como los cuadros de Kandinsky, despiertan a veces un sentimiento y en ocasiones otro como si las causas y los efectos se desligaran.
Quizá después de todo, los científicos y artistas de una generación no pueden desprenderse del tejido que se esconde. Quizá son parte ineludible del dechado oculto. Después de todo, los científicos y los artistas creen que hay una verdad subyacente. Ambos concuerdan que detrás del mundo de las formas y las apariencias hay un solo significado. No sería, pues, improbable que en realidad solo acabamos viendo manifestaciones emergentes del mismo fondo, que se nos presentan como ciencia y nos impresionan como arte.