El Prado bicentenario

Café Madrid

Analizamos el legado del Museo del Prado a 200 años de su inauguración

El museo es un organismo vivo y dinámico en el que dialogan varias generaciones y estilos de artistas que generan reflexiones sobre nosotros mismos(Fo
Víctor Núñez Jaime
Madrid, España /

Suele haber un exceso de chinos y japoneses arremolinados ante las obras maestras para sacar fotos con sus celulares o gente de cabellera rubia, rostro colorao, chanclas y bermudas, u hordas de colegiales distraídos, pero a mí me sigue encantando pasar tardes enteras en el Museo del Prado. De vez en cuando, a la hora de la comida, cuando baja la afluencia de visitantes, cruzo la entrada de los Jerónimos, me adentro en el edificio Villanueva y comienzo a fijarme en los colores, las técnicas, la luz, las figuras, los detalles, en fin, de una sucesión de mártires, cristos azotados, crucificados, resucitados, vírgenes y arcángeles celestiales, clérigos supuestamente impolutos y aristócratas y monarcas de pomposo aspecto que cuelgan en estas paredes próximas a cumplir dos siglos de existencia. 

Varias veces me he preguntado por qué no me canso de hacer este ejercicio. Y entonces desarrollo teorías, o justificaciones. Y ninguna me convence, quizá porque ninguna es lo bastante sólida o terrenal. O quizá —no nos engañemos— porque un mexicano piadoso, como este servidor, sencillamente se deja llevar por la fascinación con la que un puñado de viejos artistas lo atrapa y lo zarandea a su antojo y no opone resistencia. O, mejor, porque llega el momento en que hago a un lado cursilerías y fanfarronerías como ésas y simplemente clavo los ojos en algunos de los cuadros más importantes de la Historia y me dedico a cotillear sin pudor y ya está. 

La otra tarde, para empezar el nuevo año, reincidí. Me escapé del viento frío y del sol lechoso, llegué al Museo y recorrí, además de la colección permanente, la exposición con la que la pinacoteca madrileña celebra este 2019 sus 200 años. Se llama Un lugar de memoria y da cuenta, en orden cronológico, de su trayectoria en relación con la sociedad española, al tiempo que pretende reafirmarse como un organismo vivo y dinámico en el que dialogan varias generaciones y estilos de artistas que generan reflexiones sobre nosotros mismos. 

Para empezar, en la primera sala nos recibe, como es propio, una reina: doña María Isabel de Braganza, de frondosa figura y barrocamente vestida, en un enorme cuadro pintado por Bernardo López. Desde ahí, Su Majestad nos mira como dejando claro que fue ella quien promovió la construcción del edificio destinado a albergar lo mejor del arte de España y de buena parte de la comarca europea. Lo malo fue que se murió un año antes de la inauguración. Lo bueno fue que le mandaron hacer este retrato en donde aparece señalando con su mano derecha el edificio del Museo y bajo la izquierda tiene un croquis de la colocación de los cuadros. 

Esquivando los avinagrados rostros de los vigilantes, podemos enterarnos de que los primeros cuadros exhibidos aquí provenían de las Colecciones Reales con el propósito de dar a conocer el patrimonio de la Corona, reivindicar a los pintores españoles, apenas conocidos en el extranjero y, de paso, “hermosear la capital del reino”, según quedó asentado en la Gaceta de Madrid. Con ello, además, se pretendía estar a la altura de la Europa culta, que ya daba ejemplo con el Louvre y el British Museum. 

En su apertura, se expusieron 311 cuadros. Poco a poco fueron llegando más, procedentes de los salones de los palacios y, al cumplir una década, la pinacoteca recibió su primera donación: el Cristo crucificado, pintado por Diego Velázquez en 1632. El artista sevillano manda en este recinto, pues todo mundo viene a ver sus Meninas. Hay más obras de autores destacadísimos (españoles, italianos, holandeses), pero aquí Velázquez es el más popular, le guste a quien le guste y le pese a quien le pese. 

En la exposición se explican los criterios histórico-artísticos con los que está organizado todo el contenido del Museo, así como los hitos pictóricos que posee. Pero destaca el relato del bombardeo que sufrió durante la Guerra Civil española que obligó a exiliar buena parte de sus obras en Ginebra, donde también fueron expuestas con gran éxito. Desde el ocaso del franquismo, el Museo del Prado es considerado el recinto de la memoria pictórica de España. Aquí conviven —apretujados, todo hay que decirlo— El Bosco, Durero, Rafael, Tiziano, El Greco, Caravaggio, Murillo, Zurbarán, Rembrandt y Goya. Pero verlos juntos siempre fascina.


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