Aunque escrita en inglés, La casa de los ángeles rotos (Alianza de Novelas) tiene un sello jugosamente mexicano: su autor, Luis Alberto Urrea, nació en Tijuana; sigue los pasos de una familia de migrantes de La Paz hasta San Diego; y fue traducida por David Toscana. Y, hay que decirlo desde ahora, es una magnífica novela.
Ajena al dictado de Tolstoi, para quien no existía mejor detonador narrativo que una familia infeliz, La casa de los ángeles rotos pone en el centro a una familia cuyos actos y palabras se desplazan entre la comedia y el drama costumbrista. No se sustenta en la peripecia —el encabalgamiento de reveses, golpes de fortuna, salto de obstáculos y tareas que el destino exige antes de alcanzar un propósito— sino en la descripción de escenarios domésticos, paisajes, atmósferas urbanas, como prolongación de un estado de ánimo. No es un recurso menor, sobre todo si pensamos en la dificultad para nombrar lo habitual como si fuera una realidad irreconocible. Así que leemos: “Los cielos parecían derretirse como lava que muerde las rocas y va dejando marcas de una candente dentadura” o “En algún sitio de ese vasto tapiz de olores entretejidos, Ángel estaba seguro de que podía oler a los muertos. No sus cuerpos, sino sus almas”.
Urrea despliega su efectivo talento cuando retrata a la familia Cruz mediante escenas breves —y muy teatrales, por cierto— que se desprenden de dos momentos estelares: los funerales de la abuela y el cumpleaños de su hijo mayor —Angelote— en los días anteriores a su muerte por cáncer. A partir de esos dos presentes que sin remedio, y a pesar de la victoria de la muerte, adquieren un tono de moderada hilaridad, Urrea posa una mirada de solidaria desconfianza en las expresiones que la mexicanidad adopta una vez que se ha instalado en Estados Unidos. Su postura es así la del observador que no toma partido porque está más interesado en comprender que en desgastarse con golpes de pecho o lanzando anatemas.
De la profundidad novelística de La casa de los ángeles rotos hablan los protagonistas, medios hermanos, las dos caras de ese aventurero mexicano haciendo la otra América: Angelote, el patriarca que imita a nuestros antiguos tlatoanis en un barrio de clase media de San Diego, y Angelito, el refinado, quien imparte inglés en una universidad de la glamorosa ciudad de Seattle.