Desde el cortés pero firme destierro de los poetas en la ciudad ideal de Platón hasta la censura contemporánea, las lecturas no normadas resultan incómodas y subversivas para los autoritarismos. Leer de manera individual y en silencio constituye un acto sospechoso que alerta la paranoia de los poderes. Los tiranos siempre prefieren que su grey se consagre a la lectura intensiva de unos cuantos textos sagrados, que a la lectura extensiva, es decir omnívora, recreativa y potencialmente crítica. Fahrenheit 451, el clásico de Ray Bradbury, sigue siendo una sentida metáfora de la función de la literatura y la inteligencia en un mundo fanatizado. Niño pobre que tuvo su formación en las bibliotecas públicas, para Bradbury el acto de mayor barbarie consistía en quemar libros. Inspirada en antecedentes como los incendios de la Biblioteca de Alejandría o las hogueras librescas de los nazis, la fábula de Bradbury fue publicada, después de numerosos rechazos, en los primeros números de la revista Playboy, al lado de reportajes ligeros e imágenes voluptuosas. Bradbury retrata una retardataria sociedad tecnológica, en la que existe una amenaza de guerra permanente y un estado de incertidumbre que no incita más que a la evasión enajenante y la gratificación inmediata. En esta sociedad prevalece el viejo miedo y odio a la lectura por su infusión de fantasías nocivas y dudas destructivas. Los libros han sido prohibidos y los bomberos se dedican a rastrear y quemar las bibliotecas clandestinas, en ocasiones junto con sus antisociales propietarios. Guy Montag, uno de estos bomberos, comienza a experimentar malestar y se intriga con las motivaciones de algunos de los inadaptados que poseen libros y llegan al extremo de ser sacrificados con ellos. Montag sufre una crisis cuando queman la biblioteca de una anciana y ella misma enciende el fuego y se inmola con sus libros. En la confusión,
Montag roba un libro e inicia su irreversible y furiosa conversión, lee poemas, asusta a su mujer y sus amigas con sus arengas subversivas; contacta a un viejo lector y se propone editar materiales prohibidos; pronto la angustiada esposa delata a Montag y éste es conducido por los bomberos a quemar su propia casa. Montag quema su hogar, pero también fulmina a su superior y huye. El saboteador sufre una espectacular persecución; sin embargo, se salva y, fuera de la ciudad, conocerá a hombres sabios que han huido y se entera de los llamados libros vivientes (que han memorizado las grandes obras de la humanidad para salvaguardarlas). Lo que buscan los enemigos de los libros es la instauración de un lenguaje simple y unívoco, en el que no quepan los matices, la ambigüedad o el disenso. En cambio, los hombres-libro quieren conservar el precioso y ambivalente legado del lenguaje libre y, para ello, renuncian a su identidad transitoria y la ponen al servicio de aquella letra que no muere y reaparece, cambiante, desconcertante y lozana, en cada generación.