Salí del Instituto Polaco de Cultura, en el centro de Madrid, con la certeza de que nunca había situado de manera correcta la obra de Ryszard Kapuściński, gurú de mi generación. Cada que alguien se ocupa de su vida y obra he acudido a escucharle para tomar nota de las novedades que aporta. Lo hice con Agata Orzeszek, su traductora al español; con Artur Domoslawski y su polémica desmitificación (Kapuściński. Non-Fiction); con Beata Nowacka y su aguda biografía literaria sobre el reportero; con Raúl de la Fuente y su cómic animado de Un día más con vida y, hace unos días, en vísperas del aniversario luctuoso de Kapu (23 de enero) fui a la presentación de Cenizas y fuego (Almargord), un libro de Amelia Serraller Calvo que pone en contexto el trabajo de quien estuvo a punto de recibir el Premio Nobel de Literatura y que, al terminar de leerlo, me reveló lo que les he confesado al principio.
Había escuchado hablar de la Escuela Polaca del Reportaje porque suele mencionársele en los análisis de El Emperador o de Ébano, donde se acostumbra citar a los maestros del Maestro (Arkady Fiedler y Melchior Wankowicz, principalmente), pero hasta ahora no me había enterado bien de sus características de forma y fondo. Quizá, entre otras cosas, porque no abundan las traducciones al español y al inglés de la obra de quienes integran esta corriente literaria y porque los próceres anglosajones se imponen en el mundillo periodístico occidental.
Resulta que en el periodo de entreguerras, en Europa del Este (en Polonia y Rusia, sobre todo), un grupo de escritores se ocupó de la realidad haciendo énfasis en el estilo de sus textos. Sometidos a la censura comunista, se las ingeniaban para publicar sus relatos reales que acababan siendo una amalgama de memorias, leyendas populares, alegorías, metáforas, símbolos, técnicas literarias y una cuidadosa elección de palabras de alto valor “estético”. Su intención, además, era que el público leyera entre líneas. Y así contaron guerras, dictaduras o el holocausto.
Cuando en la Agencia de Prensa Polaca aceptaron que Kapuściński fuera uno de sus principales reporteros viajeros, aquella escuela se consolidó gracias a uno de sus seguidores. No en las notas inmediatas destinadas a la Agencia, sino en los reportajes de largo aliento que el afamado periodista hacía para la revista Polityka y, más tarde, reunía y mejoraba en sus libros. No obstante, gente como Salman Rushdie veía “cierta falta de respeto por los hechos” en el trabajo de su amigo: “Haile Selassie, por ejemplo, no murió en su cama creyendo que todavía era emperador de Etiopía. Fue estrangulado por el régimen marxista que lo había vencido”. Pero, según explica Amalia Serraller, “los lectores captaron el juego implícito: Selassie recordaba al general Edward Gierek y a la nomenklatura de la Polonia comunista. Y decir que el emperador murió en la cama era menos peligroso que contar la verdad. Porque la censura podía impedir la publicación del libro al interpretarlo como una llamada a la violencia y al magnicidio de Gierek”.
Ahí está la clave: no solemos ubicar al autor en el contexto adecuado; siempre lo hemos leído basados en los preceptos anglosajones a los que también aspira el mundo hispano (objetividad, precisión, apego a la realidad…). Pero él jamás anheló eso. Él era un periodista comprometido (a favor de la utopía revolucionaria), que reunía “la lucidez del observador con la experiencia de la víctima”, mezclaba narración y reflexión y utilizaba metáforas para burlar la censura y criticar al sistema y en todo momento tenía en mente a los lectores polacos de la época, pues solo escribía alegorías con mensajes extrapolables para ellos. El problema fue que sus editores en distintos países lo vendían como non-fiction y que Kapuściński no se esforzó en aclararlo (¿por fama y regalías?).
O sea que conviene leer a Kapu separando al periodista del literato y del pensador. “No se debe leer a Kapuściński literalmente, sino en el contexto de la Escuela Polaca del Reportaje, de fuerte carga simbólica, imaginativa y experimental debido a la falta de libertades, represión y censura”, subraya la autora de Cenizas y fuego, pues está inscrito en “una tradición con otro concepto del periodismo y del reportaje, muy diferente al que es propio de la cultura predominante en la actualidad: la anglosajona”. Parece, entonces, que todo estriba en saber de antemano que en sus libros el escritor se basa en situaciones reales pero las realza con elementos ficticios, tal y como aprendió de los maestros de su escuela. En eso, y no en el rigor periodístico, reside su mérito.